Recuerdo..., recuerdo haber despertado en una cama que no conocía, en una habitación que no conocía, toqué mi rostro y miré mis pequeñas manos. Era yo, era mi cuerpo, pero se sentía como algo nuevo y a la vez tan familiar. Tenía recuerdos de haber estado en esa casa, de haber jugado por esos pasadizos, de haber vivido todo lo que tenía de vida entre esas paredes. Pero algo en mí me decía que era la primera vez que las veía realmente, solo tenía cinco años en ese entonces, pero estaba seguro que era mi casa, de eso no había duda. Entonces, ¿por qué me sentía como un desconocido entre cosas tan cercanas?
Recuerdo haber caminado con miedo, mirar los cuadros de mis abuelos como si no significaran nada. Llegar hasta una puerta que separaba el pequeño salón de mi madre del resto de la casa y observarla. Sentía una calidez en mi interior cuando miraba sus ojos, eran marrones casi oscuros. Su piel, desgastada por el sol, mostraba el cansancio de los quehaceres diarios. Volteó hacia mí cuando sintió mi presencia y me preguntó: ¿Qué es lo que pasa? Le respondí: Es la primera vez que te veo y aun así siento que te conozco de toda la vida.
Sus ojos se achinaron y me dijo en un tono dulce: Pues todo lo que eres lo has aprendido de mí.
Y tenía razón. Entonces todo se desvanece, desaparece en un vacío que se crea entre espacios de tiempo que, tal vez, nunca han existido. A veces siento, que parte de mi vida es una mentira. Tengo recuerdos aleatorios sobre momentos que nunca han pasado, pero que de alguna manera existen en mi mente; aunque ese recuerdo, mi primer recuerdo. Es el único que quisiera creer que fue real.
Recuerdo a mi familia, a mis primos y tíos. Todos y cada uno de ellos, diferentes a su manera, aunque nunca me sentí parte de los que, se suponía, tendría que sentir el mayor apego de todos. Siempre fui el gato negro que se escondía entre sus muros y de vez en cuando aparecía para hacer acto de presencia, se lamía una patita y volvía a la oscuridad. Era un antisocial y eso les molestaba, aunque realmente no me importaba lo que opinaran de aquello. Jamás lograrían entenderme. Me encerré por años como una especie de penitencia que tuve que aguantar por ser simplemente yo, por no aceptar ser como ellos quisieran que fuera. Lo podía ver en aquellos ojos..., ojos que reflejan tales emociones y que resulta casi imposible caer en las mentiras de las palabras. Palabras bonitas que me decían, pero que, a través de sus miradas, sentía la burla y el rechazo que provocaba lo que era.
Los escuchaba muy a menudo cuando aún era pequeño. Seguro que será ingeniero. Ni creas, yo lo veo como un futuro abogado. ¿Segura? Tiene buenas habilidades matemáticas, creo que sería un gran profesor. ¿Profesor? ¿Acaso quieres que se muera de hambre? Él será un administrador y creará su empresa. Sí, eso hará.
Nunca sentí que me tomaran enserio, no recuerdo haber tenido alguna felicitación sincera mientras vivía en esa casa, no lo entendía. Lo que sentía, lo que quería, todo lo que esperaba de ellos, era la aceptación. Incluso después de que me fuera y viviera entre oscuros lugares y hoteles baratos, nunca hubo nada que me hiciera volver a aquel lugar.
La muerte siempre fue una constante en mi vida, era parte de mis genes, de mi padre y de mi madre, era tan perpetua como una sombra, aunque ocasionalmente intentaba cerrar los ojos para ocultarme de ella, pero quieras o no siempre podías escuchar el tintineo de su reloj. Tic tac, tic tac, tic tac..., y mi madre lo sabía perfectamente, estaba destinada a morir de la misma manera en que murió la abuela. A veces, cuando estábamos solos, me contaba historias de su adolescencia, que ella era feliz, que tenía amigos y salían a la playa, aunque a la abuela no le gustara la idea. La golpeaba cuando volvía tarde, a ella y a sus hermanas. Así mostraba su cariño, me dijo. La abuela era fuerte, tenía coraje y ganas de salir adelante. Eso era algo que a mi madre le faltaba cuando era joven y, desde que nací, lo había intentado cada día de su vida.
Recuerdo los relatos de cuando vivía con mi padre. Una vez le tiré una taza desde el segundo piso, me dijo. Lo sé, le respondía, yo estuve ahí. ¿Por qué no vivimos con él? Preguntaba a veces. Porque él es alguien malo y no es bueno para ti. Entiendo.
Esa respuesta cambiaba con la edad. Porque es muy irresponsable. Porque es un alcohólico. Porque me pegaba y se acostaba con otras. Porque no quise que te criaras con alguien así. Porque te amaba mucho como para que soportaras esa carga. Porque es un enfermo y no sabe amar.
Pero pensaba: Lo sé, pero soy su hijo. Y parte de mí, es parte de él, aunque no te guste. Tenía maldad en mí y eso a veces salía, se posaba en mi mente y me hacía pensar que esta vida no valía lo suficiente como para matar la mitad de mi tiempo trabajando. Que las personas solo vivían por vivir sin ninguna motivación genuina. Que son idiotas sin valor. Que preferiría estar sentado con una botella mientras me dejaba llevar por la música. Que solo los necesitados de propósito se aferraban a creer en un dios inexistente. Que el colegio solo era un sistema repetitivo y carente de razón. Que los animales eran los únicos con suficiente corazón como para sentir el verdadero amor. Que algunas personas estaban mejor muertas ¿Esa manera de pensar era mala? ¿Quién era capaz de tener la autoridad para decir eso? ¿Había algo en esta vida que realmente mereciera la pena algún tipo de esfuerzo?
Siempre pensé que era un suicida en potencia. No había duda de eso, odiaba la vida, odiaba despertarme por las mañanas y recordar que no había cambiado nada, odiaba mirar por la ventana y sentir que el mundo me había olvidado. Quizás ésta no era la vida que me tocaba, ¿y si yo estoy equivocado?, ¿y si todo este tiempo seguí el camino erróneo?