Recuerdo estelar

Recuerdo estelar

Sobresaltada y buscando aire, abrí los ojos. Estaba aturdida y mareada. Me removí al darme cuenta de que estaba en una cápsula; sus luces eran demasiado brillantes, por lo que sentí que mis ojos ardían e intenté cubrirlos con ambas manos.

Luego de unos segundos, noté que del otro lado apenas podía distinguir algo, puesto que las luces de mi cápsula no llegaban tan lejos. Analicé mi escaso alrededor mientras entornaba los ojos. Mi vista estaba borrosa, como si estuviese bajo el agua. Busqué algún botón con el cual pudiera salir de mi asfixiante prisión; sin embargo, al mover la pierna, el pie tocó un interruptor, y este hizo clic. La cápsula comenzó a abrirse con un suspiro, y tan lentamente que mis dedos hormiguearon. Seguía sin ver; callé en busca de sonidos.

Nada.

No había pitidos, alarmas o voces. Aquello era silencio absoluto, espectral. Casi podría decir que pagaba mis condenas en el Purgatorio.

Comencé a sentir la garganta seca; chasqueé la lengua en un gesto de desagrado y masajeé mi cuello, enterándome de que tenía nuez de Adán. Volví a respirar hasta sentir que no cabía más aire en mis pulmones. Me senté y noté que el mareo incrementaba en gran medida. Coloqué mi mano a un lado de la superficie plana de aquella cápsula, creía que eso lo disminuiría. No supe con precisión por qué recordaba ese dato o de dónde había salido, solo una vocecita lo sugirió.

Ahora, con un mejor panorama, pude visualizar centenares de cápsulas como la mía, pero esas no estaban encendidas. Parpadeé varias veces, extraña y confundida. Moví los dedos de los pies, luego observé mis manos, pequeñas y negras. Volteé hacia el cristal y vi mi aspecto.

No me reconocí.

Parecía tener entre veinte y treinta años, pero ¿quién era? ¿Por qué estaba ahí? Quise indagar en mis recuerdos, pero nada. Con suerte, recordaba que era humana, que debía comer y dormir para sobrevivir, aunque no mi nombre, edad o pasado.

Halé una palanca del exterior consiguiendo que abriera la pequeña pared a mi lado. Puse los pies en el suelo frío y me estremecí; solo llevaba bragas y camiseta. Al querer ponerme de pie, caí de bruces. Y por fin escuché algo: mi quejido.

Lo volví a intentar varias veces, pero seguía cayendo; era como si no tuviera control de mis piernas, como si no me pertenecieran. Al final, opté por arrodillarme y me estrujé los ojos con ambos puños. No sabía si ayudaría o empeoraría la situación, pero empecé a sentir que mis manos temblaban, y no era el frío. De pronto las tenía sudadas y no tardé en limpiarlas con mi camiseta.

Por un momento pensé que si había tantas cápsulas estas debían de estar clasificadas de alguna manera, así que con la ayuda de mis brazos me apoyé de mi extraña cama. Detrás de ella había una especie de columna rodeada de otras cuatro cápsulas, todas apagadas. Sobre la mía decía: «Capsula 000350. Miranda Álvarez».

Por lo visto, ese era mi nombre… Pero no lo sentí mío.

Agobiada, suspiré y apreté los ojos. Sentía aquel desierto en mi lengua y garganta, algo que apenas me dejaba pensar en otra cosa. Debía salir de ese lugar, conseguir recuperar la movilidad de mis piernas y encontrar algo para beber. Dudaba que muriera deshidratada en unos cuantos minutos, pero de todas formas continué mi camino.

Esa situación me helaba la sangre, porque era la única despierta, y al parecer, viva. Llegó un momento en el que dejé de observar dentro de las cápsulas, pues, para cuando encontré un letrero rojo neón que decía EMERGENCIA, los cadáveres con la piel hasta el hueso, las cuencas hundidas y dedos esqueléticos, se habían grabado en mi mente con bastante detalle.

Harta de estar lastimándome cuando mi piel chillaba contra el suelo, me paré sobre las rodillas y me sujeté de una cápsula. Aguardé en silencio hasta que por fin me armé de valor para levantar una pierna. Por más que tratara de recomponerme, mis extremidades parecían dos postes de gelatina. Fui como un ciervo recién nacido.

Tropecé con mis pies y caí de un lado a otro, sobre las cápsulas, pero llegué hasta el letrero. Desde lejos no lo había notado, pero eran un montón de cajones con nombres. Miré de soslayo a aquellas cápsulas que se convirtieron en tumbas y supuse que no importaría si tomaba la de un muerto. Dentro había ropa, agua y barras energéticas. Aquello fue mi salvación.

Al cabo de un rato, me encontraba sentada en el suelo con varias envolturas de barras energéticas en mi regazo. Para cualquier creyente de Dios, seguro había recurrido a la gula. Pero no fue culpa mía. No sabía dónde estaba o qué había pasado para llegar hasta ahí, y tenía tanta hambre como si llevase más de una década sin probar bocado. Recosté la cabeza en la pared y bebí agua. Sentí cómo esta se escapaba por la comisura de mi boca, mojándome el pecho, pero nada importó tanto cuando oí un fuerte golpe desde muy lejos. Si mis nervios comenzaban a trastabillar, aquello me hizo quedar de pie en menos de un segundo.

Apreté con tanta fuerza la botella en mi mano que esta crujió haciéndome volver a mí, y me percaté de que había mojado el suelo. Apenas visible, noté las curvas de ese rostro desconocido que me pertenecía e hice una mueca. Si había alguien más allí, otro pasajero, existían dos posibilidades: primera, nos ayudaríamos a saber qué hacíamos allí; segunda, podría costarme la vida.

Tomé mi mochila cargada de provisiones y volví a quedarme inmóvil, insegura de dar ese paso. Hacía unos minutos que aprendí a retomar el control en mis piernas; si debía correr, caería. «No sabía que era tan pesimista», me dije. Suspiré armándome de valentía. Metí la mano en el cajón una vez más y saqué un arma. Está bien, desconocía cómo usarla y dudaba tener buena puntería, pero en el peor de los casos, podría lanzarla a la cabeza de quien hubiera hecho ruido.




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