El buen clima había subido el ánimo de Gareth. La primavera en su máximo esplendor finalmente había llegado. Luego de un largo y crudo invierno, el pueblo de Dunwirn se preparaba para el festival de primavera.
Montaba su caballo mientras tarareaba una canción de cuna que su madre solía cantarle cuando se despertaba a medianoche a causa de las pesadillas. Desde que era pequeño, tenía la facultad de soñar con cosas que luego iban a suceder, pero no siempre lograba interpretar sus mensajes. En ocasiones, era difícil entender sus significados y muchas veces olvidaba que había soñado.
Se dirigía de vuelta a la cabaña, luego de comprar alimentos y otros artículos que necesitaba para cocinar y reparar unos utensilios de la pequeña granja que estaba bajo su cuidado.
El camino, que ahora se encontraba verde y lleno de flores, le tomaba al menos unas dos horas a caballo. Cualquiera diría que su hogar estaba un poco alejado del pueblo, pero en las circunstancias en la que se encontraba, era mejor para él y sus acompañantes mantenerse alejados del ojo público.
Gareth había crecido; ya no era el niño escuálido que se escapaba para correr y jugar por los jardines del castillo. Medía al menos un metro ochenta, tenía los hombros anchos y una musculatura marcada, especialmente en los brazos y la espalda, producto de todo el trabajo que realizaba para mantener la pequeña granja y los cultivos a flote. Esto le provocó un agradable bronceado en la piel, que realzaba con profundidad sus rasgos faciales masculinos. Tenía cejas gruesas, cabello castaño oscuro y una barbilla bien marcada, donde se asomaba la sombra de una barba que no terminaba de crecer. Durante sus ratos libres, practicaba técnicas de defensa y combate, pues cargaba con la responsabilidad de proteger a la princesa, haciendo que fuera ágil y agudo en sus sentidos.
A unos metros de la cabaña donde vivía, se encontraba una mujer llamada Umi, recogiendo unas hierbas medicinales del suelo que requería para preparar un elixir curativo ideal para las llagas que se forman por el roce de una hiedra venenosa. Ella era una sacerdotisa.
Gente de pueblos cercanos acudían a ella para tratar enfermedades, heridas y sobre todo, comprar elixires curativos. Sus remedios solían hacer efecto con bastante eficacia, lo que le forjó una buena reputación y confianza. Lo que más destacaba de la apariencia de la mujer era su cabello lacio y largo hasta la cintura, de color negro, con reflejos azules que simulaban las plumas de un cuervo y por supuesto, sus ojos de color cielo que te hacian pensar por momento que era ciega cuando no lo es. No era muy común encontrar personas con ojos tan claros como los de ella.
Además de sus múltiples cualidades, era la persona que les salvó la vida y les dió refugio después de que tuvieran que huir de la masacre del reino de Lemuria.
Las razones por el cual, el rey, confiaba en ella lo suficiente como dejarle el cuidado de su hija, seguían siendo un misterio para Gareth. A veces se lo cuestionaba pero sentía que buscarle una explicación solo traería problemas. Nada maligno en su contra se había manifestado en sus sueños, y aunque confiaba plenamente en su habilidad, todavía no había descubierto cómo controlarlo por completo.
—Esperaba tu regreso al atardecer, espero que hayas cumplido con todo lo que te pedí.
—Se hace más rápido si todos aceptan mis precios y evitó regatear con gente que no vale mi tiempo.
Gareth se bajó de su caballo, sacó una pequeña bolsa con monedas de su bolsillo y se lo entregó a la mujer. Ella desató el nudo y observó con cuidado su contenido.
—Parece que no traes ninguna moneda corrupta —se sorprendió al revisarlo. Las monedas de oro y plata, las joyas y las piedras preciosas solían tornarse de un color oscuro si se habían usado para saldar cuentas dentro del reino maldito, y aunque perdieran su brillo y su color característico, seguían utilizándose sin problema en los pueblos aledaños.
—Había dos monedas de plata bien oscuras pero las usé para completar el pago del encargo. Por cierto, ¿dónde está?
—Tu sabes bien dónde encontrarla.
Le dió las riendas del caballo a Umi para que lo llevará al establo y así, descargar las bolsas que llevaba en el lomo. Excepto por un paquete envuelto en un papel chocolate, cerrado con una cinta dorada. Lo pasó por debajo de su brazo y se fue.
Detrás de la imponente cabaña, se encontraba una pequeña granja . Miro de reojo a los dos cerdos que se revolcaban en el charco de lodo que había dentro de su corral y por un instante, deseó ser un niño otra vez y disfrutar nuevamente del placer de ensuciarse con tierra por diversión y no solo para llevar el pan a la mesa.
Caminó por el llano campo donde llevaban a los animales a pastar y se introdujo en el bosque. No pasó mucho tiempo hasta escuchar unos golpes y jadeos provenientes de una mujer que arremetía con fuerza un costal lleno de hojas y pajas, amarrado a un palo de madera enterrado en el suelo. Vestía unas botas de cuero negro que llegaban hasta sus rodillas; una camisa holgada de manga larga ceñida al cuerpo con un corsé marrón y pantalón de cuero ajustado. No era común entre las damiselas llevar el cabello tan corto como ella, pero no tenía elección. Se había convencido de que, si lo llevaba como dictaban las normas de la sociedad, corría el riesgo de revelar su identidad. Su cabello rubio platinado no era bien visto en el pueblo; se decía que traía mal augurio, y que sólo lo poseían aquellos que hacían tratos con algún demonio.
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Editado: 29.08.2025