Cuando Adrián abrió los ojos, el mundo era blanco.
Blanco como las paredes, blanco como las sábanas, blanco como el vacío en su mente.
Parpadeó, confuso. Un pitido constante marcaba su respiración.
Un hospital, pensó.
Pero no sabía por qué estaba allí.
—¿Adrián? —una voz temblorosa rompió el silencio.
Giró la cabeza. Frente a él, una chica con el cabello castaño recogido y ojos color miel lo miraba con una mezcla de miedo y esperanza. Tenía las manos entrelazadas, los nudillos blancos por la tensión.
—¿Me… conoces? —preguntó él, apenas un susurro.
Los labios de ella se curvaron en una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Soy Lucía —dijo—. Y sí… te conozco muy bien.
Adrián buscó en su mente, pero solo encontró oscuridad.
Lucía. El nombre sonaba cálido, familiar, pero vacío.
Los días pasaron lentamente. Los médicos decían que había sufrido un accidente y que su pérdida de memoria podría ser temporal.
Lucía lo visitaba todos los días, siempre con algo en las manos: una flor, un libro, un termo con café.
—Solías leer esto —le dijo un día, dejándole un ejemplar gastado de Cien años de soledad.
—¿De verdad? No parece mi tipo de lectura.
—Lo decías cada vez que lo leías —rió ella suavemente—, y aun así lo terminabas.
Él la observó mientras hablaba, intentando descifrarla.
Lucía no se comportaba como una simple amiga.
Había ternura en cada gesto, tristeza en cada mirada, amor en cada silencio.
Una tarde, ella llevó una guitarra.
—Era tuya —dijo, colocándola con cuidado en sus manos.
El tacto de las cuerdas le resultó extraño… y al mismo tiempo reconfortante.
Sus dedos se movieron casi por instinto.
Una melodía suave comenzó a llenar la habitación, torpe al principio, luego más fluida.
Lucía se cubrió la boca con la mano.
—Esa canción… —susurró—. La escribiste para mí.
El sonido de las notas se mezcló con un eco lejano en su mente:
risas bajo la lluvia, una promesa, el aroma del café.
Imágenes fugaces, incompletas, pero reales.
—Lucía… —murmuró él, confundido—, ¿qué fuimos?
Ella dudó. Bajó la mirada.
—Todo —dijo finalmente—. Lo fuimos todo.
Esa noche, Adrián no pudo dormir.
Por primera vez desde el accidente, sintió algo más fuerte que el miedo: una necesidad.
No solo quería recordar.
Quería volver a enamorarse.
Porque aunque su mente estaba vacía, su corazón latía con fuerza cada vez que Lucía sonreía.
Y en algún rincón profundo de su alma, una voz le susurraba:
"No la olvides otra vez."