El rugido del motor se mezclaba con el sonido de la lluvia, como si el cielo repitiera una historia que no quería ser olvidada.
Adrián siguió el camino que marcaba la nota: KM 17 – Gasolinera Azul.
El paisaje era el mismo que había visto en sus recuerdos: árboles altos, la carretera húmeda, el aroma metálico del agua sobre el asfalto.
Cuando las luces de neón aparecieron a lo lejos, una sensación extraña lo recorrió.
Era como si hubiera vuelto al principio… pero esta vez, sabía lo que buscaba.
La gasolinera estaba casi vacía.
Un hombre mayor, de barba blanca y gorra vieja, limpiaba el parabrisas de un camión.
Adrián se acercó lentamente.
—Buenas noches.
—Buenas serán si deja de llover —respondió el hombre, sin levantar la vista.
—Estoy buscando información —dijo Adrián—. Sobre un accidente que ocurrió por aquí… hace casi tres años.
El anciano se detuvo. Lo observó por un largo momento.
—Tres años… —repitió con voz grave—. ¿La noche en que murieron dos chicos en moto?
Adrián asintió, sintiendo el pecho apretarse.
—Recuerdo esa noche —continuó el hombre—. La lluvia era tan fuerte que parecía que el cielo se caía. Vi pasar dos motos. Una roja… y una negra.
El corazón de Adrián se detuvo.
—¿Dos?
—Sí. La roja iba adelante… la negra detrás.
—¿Detrás? —repitió él, apenas respirando.
El hombre asintió.
—La segunda los siguió por varios kilómetros. Pensé que eran amigos. Pero cuando escuché el choque, la moto negra nunca se detuvo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Adrián.
—¿La recuerda? ¿Recuerda quién la conducía?
El anciano negó.
—Demasiada lluvia. Pero había algo raro… —frunció el ceño, buscando en su memoria—. Tenía una calcomanía en el tanque. Una estrella azul.
Esa noche, Adrián regresó a casa empapado, con la mente hecha un torbellino.
Una moto negra. Una estrella azul.
No era un accidente.
Lucía estaba despierta, esperándolo.
—¿Dónde estabas? Estaba preocupada —dijo ella, con los ojos llenos de ansiedad.
Adrián la abrazó sin responder.
Durante un momento, solo la sostuvo, sintiendo el calor de su cuerpo, la seguridad de lo que era real.
Pero dentro de su mente, todo se revolvía.
—Lucía —susurró finalmente—, ¿recuerdas a alguien que tuviera una moto negra?
Ella frunció el ceño, confundida.
—¿Una moto negra? No… bueno, espera…
Su mirada cambió, como si algo olvidado hubiera despertado.
—Tomás tenía un amigo. Venía a buscarlo a veces. Llevaba una chaqueta con una estrella azul.
Adrián la miró fijamente.
—¿Cómo se llamaba?
Lucía vaciló.
—Creo que… Raúl.
Esa noche, Adrián no durmió.
Buscó el nombre en los contactos antiguos de su teléfono, en correos, en fotos viejas.
Nada.
Hasta que encontró algo: un número guardado bajo un alias.
“R. Vega.”
El corazón le dio un vuelco.
Era de Tomás.
Y el último mensaje, enviado la noche del accidente, decía:
“Ya estoy cerca. No hagas ninguna locura. Hablamos allá.”
Al día siguiente, Adrián fue a ver a Elías.
—¿Conoces a alguien llamado Raúl Vega? —preguntó sin preámbulos.
Elías palideció.
—¿De dónde sacaste ese nombre?
—Lo encontré en el teléfono de Tomás.
—Raúl era su mecánico… y su amigo. Pero después del accidente, desapareció.
Adrián se quedó quieto.
—¿Desapareció?
—Sí. Cerró el taller, vendió todo y se fue. Nadie volvió a verlo.
Elías lo miró con preocupación.
—¿Por qué lo preguntas?
Adrián respiró hondo, con la mirada fija en el vacío.
—Porque alguien los siguió esa noche.
—¿Y crees que fue él?
—No lo sé… —dijo Adrián, mientras la lluvia empezaba a golpear de nuevo contra la ventana—.
Pero lo voy a averiguar.
Esa noche, cuando regresó, Lucía lo esperaba con una carta en las manos.
—Llegó esto —dijo, extendiéndosela.
No tenía remitente. Solo su nombre escrito con tinta azul.
Adrián la abrió.
Dentro, una frase escrita con una caligrafía que reconoció al instante:
“No busques más. No estás listo para la verdad.”
Y, junto a las palabras, una pequeña calcomanía de estrella azul.
El pasado no solo vuelve.
A veces, te sigue.