El sobre con la estrella azul seguía sobre la mesa, como una amenaza muda.
Lucía no podía apartar la mirada de él.
Adrián lo observaba también, con una calma tensa que solo escondía su tormenta interior.
—¿Reconoces esa letra? —preguntó él al fin.
Lucía negó lentamente, aunque su voz tembló.
—No… no lo sé. Pero hay algo en ella que me resulta familiar.
Adrián asintió, sin decir más.
Sabía que forzarla no serviría.
Desde que había recuperado su memoria, los recuerdos de Lucía —los verdaderos— eran los que ahora estaban fragmentados.
Y, de algún modo, el pasado que él trataba de descubrir estaba entre ellos.
Esa tarde, Adrián fue al taller donde Tomás y Raúl solían trabajar.
El local estaba abandonado, cubierto de polvo y telarañas, pero el letrero aún colgaba torcido: “Vega Motors.”
Empujó la puerta.
El olor a aceite rancio y metal oxidado lo envolvió.
El silencio era tan espeso que podía escucharse el eco de sus propios pasos.
Buscó entre las herramientas, las estanterías, los papeles viejos.
Hasta que encontró una fotografía enmarcada en la pared:
Tomás y Raúl, sonrientes, cubiertos de grasa y con una moto negra detrás.
En el tanque, la estrella azul.
Debajo de la foto, alguien había escrito con marcador:
“No olvides por qué empezamos esto.”
Adrián se quedó mirando la imagen, sintiendo que algo dentro de él se agitaba.
Recordó la noche del accidente… el rugido de otra moto detrás, la luz que se acercaba, y la sensación de peligro.
Raúl estuvo allí.
Pero ¿por qué?
Mientras rebuscaba entre los cajones, encontró un sobre cerrado con iniciales: L.H.
Lucía Herrera.
Lo abrió con las manos temblorosas.
Dentro había una carta.
No era de Lucía. Era para ella.
“Lucía,
Si lees esto, significa que Tomás no pudo hacerlo.
Él me pidió que te cuidara, pero tú nunca quisiste saber de mí.
No lo entiendes todavía, pero esa noche… él no planeaba huir.
Planeaba protegerte.
—R.”
Adrián sintió cómo el corazón se le detenía.
La hoja se le escapó de los dedos.
Esa noche, al volver a casa, encontró a Lucía sentada en el sofá, mirando la lluvia.
Sus ojos estaban rojos.
Tenía otra carta en las manos.
—Llegó esto hoy —dijo con la voz quebrada.
Se la entregó. Era idéntica a la anterior, pero esta vez dirigida a Adrián.
“No busques venganza.
Lo que pasó no fue culpa tuya.
Ni mía.
Pero si sigues escarbando, vas a destruir lo poco que aún recuerdan bien.”
Adrián la leyó en silencio.
Luego, la miró fijamente.
—Lucía… ¿quién era realmente Raúl Vega?
Ella bajó la mirada.
Y por primera vez, habló sin temblar:
—Fue… alguien importante para mí. Antes de ti.
El silencio se volvió insoportable.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Adrián, apenas en un susurro.
—Lo conocí antes que a Tomás. Me ayudó cuando mi padre murió… —cerró los ojos—. Yo no lo sabía, pero él y Tomás se conocían. Y cuando tú y yo empezamos a salir… él desapareció.
Adrián sintió un nudo en el pecho.
Cada palabra caía como un golpe.
—¿Y nunca me lo dijiste?
—No lo recordaba —respondió ella, con lágrimas en los ojos—. Hasta ahora.
Esa noche no se dijeron nada más.
Lucía se durmió llorando, y Adrián se quedó mirando el cielo desde la ventana.
La lluvia caía sin descanso, igual que aquella noche.
Sacó la carta de Raúl, la leyó una vez más y notó algo que no había visto:
una dirección escrita al reverso.
“Calle del Río, 42.”
Su respiración se detuvo.
Era la misma calle donde había crecido Lucía.
“El pasado no siempre quiere ser recordado.
A veces solo quiere ser encontrado.”