"Quiero recordar, pero el tiempo me hiere,
las sombras susurran lo que mi mente no quiere.
Un rostro borroso, un nombre sin voz,
y el eco de un libro que nunca leyó.
Cada imagen que intento atrapar,
se quiebra en mi pecho, me obliga a olvidar.
Mi cabeza arde, mi cuerpo se quiebra,
mi alma es un mar donde nada se ancla.
¿Por qué mi memoria es solo ceniza?
¿Por qué mi verdad se viste de espinas?
Quiero recordar, pero el dolor me condena,
y en cada latido… mi historia se quema."
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El aula estaba cargada con el murmullo constante de la profesora, su voz retumbaba en mis oídos como un eco lejano, como si hablara desde el fondo de un túnel interminable. En el pizarrón, los números y ecuaciones se enredaban unos con otros, formando una maraña incomprensible de signos y líneas que no tenían sentido alguno para mí.
No podía concentrarme.
Sentía la cabeza pesada, los párpados queriendo cerrarse, y la sensación de encierro se volvía insoportable. Miré de reojo a Zafiro, quien, como siempre, tenía los ojos fijos en el frente, prestando atención con aquella molesta tranquilidad suya. Qué irritante. A veces, me daba la impresión de que ella sí entendía todo, que nada parecía difícil para ella, que nada le costaba.
Yo, en cambio, solo quería salir de ahí.
—Profesora —levanté la mano con disimulo—, ¿puedo ir al baño?
La mujer dejó de escribir y giró la cabeza para mirarme con severidad. Por un segundo, creí que rechazaría mi petición. Todos sabían que no era precisamente la más flexible cuando se trataba de dejar salir a los alumnos.
Pero entonces, asintió.
—Bien, pero no tardes.
Ni siquiera esperé a que cambiara de opinión. Me levanté de inmediato, sintiendo la libertad trepar por mis brazos y sacudirme los nervios. Pero antes de cruzar la puerta, lo sentí.
Su mirada.
Zafiro.
Era un peso sobre mis hombros, como si me recordara que no estaba libre del todo. Su expresión era indescifrable, pero en su mirada había algo más que simple curiosidad. Tal vez una advertencia. Tal vez una amenaza silenciosa.
Aceleré el paso.
Una vez fuera del aula, respiré hondo y sentí cómo la presión en mi pecho se aliviaba un poco. Caminar por los pasillos vacíos era una sensación extraña, como si el mundo entero estuviera en pausa, detenido en una quietud que rara vez tenía la oportunidad de experimentar.
Pero había un problema.
No tenía ni idea de dónde estaba el baño.
Miré a ambos lados, esperando encontrar algún letrero que me guiara, pero en lugar de eso, lo que vi fue algo más.
Biblioteca.
El letrero en la puerta era pequeño y sencillo, pero aún así captó toda mi atención. Me detuve en seco. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, una punzada extraña en el pecho.
¿Por qué me había llamado la atención?
Tragué saliva y bajé la mirada a mis manos, que de pronto se sentían frías. Había algo incómodo en esa sensación, como si la biblioteca escondiera algo que no podía recordar.
¿Por qué sentía que tenía que entrar ahí?
Sacudí la cabeza. No tenía sentido.
Tal vez solo era porque me gustaban los libros. Sí, eso debía ser. Siempre me había gustado leer, siempre me había refugiado entre páginas ajenas, así que tal vez era por eso que sentía esa extraña atracción hacia la biblioteca.
Pero aún así...
Apreté los puños y obligué a mis pies a moverse en dirección contraria.
No había razón para quedarme allí.
No había razón para entrar.
No había nada que buscar dentro.
Nada en absoluto.
Seguí caminando por los pasillos vacíos, cada vez más inquieta. Algo dentro de mí se revolvía con una ansiedad inexplicable, un pánico creciente que me apretaba el pecho.
No me gustaba estar perdida.
Ese pensamiento me golpeó con fuerza.
No sabía por qué, pero la sensación de no saber dónde estaba, de no tener control sobre lo que me rodeaba, me llenaba de un miedo irracional, como si estuviera reviviendo algo que no podía recordar.
"Cálmate, Cordelia… sólo sigue caminando. Alguien debe estar por aquí, sólo hay que preguntar..."
Pero el silencio en los pasillos era extraño.
Demasiado extraño.
Era absurdo que en una escuela tan grande no hubiera ni una sola persona merodeando como yo. Ni una voz lejana, ni pasos a la distancia. Era como si de pronto me hubiera quedado atrapada en un rincón invisible del mundo, un lugar donde nadie más existía.
Y entonces, un pensamiento aún peor cruzó mi mente.
Zafiro.
Si ya había tardado demasiado, si volvía a clase con retraso, si ella notaba mi ausencia… su mirada sería letal.
Su voz, su tono severo, su forma de intimidarme con un simple susurro en el oído…
Sacudí la cabeza con fuerza.
"¡Demonios, ya deja de pensar en ella!"
Pero su imagen no se despegaba de mi mente.
Su presencia me perseguía incluso cuando no estaba cerca.
Respiré hondo y traté de concentrarme en encontrar el baño. Y entonces, finalmente, vi a alguien más.
Un grupo de chicos caminaba tranquilamente unos metros adelante, riéndose entre ellos con la despreocupación de quienes no tienen prisa.
Mis ojos se iluminaron con alivio.
Corrí hacia ellos sin pensarlo.
—Disculpen… perdón por molestar, pero ¿saben dónde están los baños de mujeres?
El grupo se detuvo.
Los cinco chicos me miraron con atención, y de inmediato, noté algo en sus expresiones.
Dos de ellos intercambiaron miradas y susurraron algo entre dientes, mientras los otros sonreían de una manera que me hizo sentir incómoda al instante.
—Tal vez… —dijo uno de ellos, el más alto, con un tono arrastrado y burlón—. ¿Estás perdida, preciosa?
El asco me golpeó como una bofetada.
Mi piel se erizó, una sensación desagradable recorrió mi espalda.
Algo en sus voces, en la forma en que me miraban, me llenó de una repulsión tan grande que mi primer instinto fue alejarme.