Recuerdos del corazón.

11. Castigo sin crimen.

“Desde que me arrancaron de sus brazos, camino por los días como un eco sin voz, como flor sin estación… todo en mí es invierno desde que no puedo verla.”
---

No sé cuánto tiempo estuve llorando. Los minutos se convirtieron en horas, o eso parecía. El tiempo se vuelve una prisión sin barrotes cuando el cuerpo duele tanto que ni el alma puede mantenerse despierta. Mi cabeza ardía como si mil clavos candentes me perforaran desde dentro. Sentía la sangre resbalar por mi cuello, caliente al principio, luego fría como el suelo del sótano donde yacía tirada, inerte, con los ojos apenas abiertos. Mis dedos estaban helados. El brazo herido palpitaba como un corazón ajeno y roto.

Me pregunté, con la poca lucidez que me quedaba, si así se sentía Cordelia cuando sus desmayos le robaban la conciencia… si su cabeza también ardía de esa forma terrible, como si el mundo le gritara desde dentro. ¿La habré comprendido alguna vez del todo? ¿Habré estado realmente a su altura…?
El suelo, sucio y húmedo, parecía absorber mi sangre como si lo hubiera estado esperando por años.
Me tumbé boca arriba. La oscuridad del sótano me abrazó con su silencio familiar. Todo era negro, excepto el rojo que aún veía en mis dedos. Me dolía estar viva. Me dolía pensar que estaba aquí, mientras Cordelia dormía en otra parte, sin saber lo que me había pasado, sin poder decirme si soñó conmigo.

Quise dormir, pero no era el tipo de sueño que alivia. Era el sueño del cuerpo que se rinde. Cerré los ojos. Mi respiración era tan débil que me dio miedo.
¿Así se siente morir?
¿Voy a morir así? ¿En este agujero? ¿Encerrada? ¿Sola? ¿Con los brazos vacíos de ella?

De pronto, el pitido. Un sonido agudo, como un grito diminuto, clavado en mis oídos. No sé si venía de fuera o de mi cabeza. Todo estaba borroso. Escuché algo… pasos, voces, pero eran como murmullos bajo el agua. Me forcé a abrir los ojos, solo para ver sombras moverse. Sombras que se volvían formas. Formas que se volvían personas. Pero mis ojos ya no entendían.

—Cordelia… —susurré, o al menos eso creí. Tal vez solo lo pensé. Su nombre era lo único que podía flotar entre tanta sangre y tanto dolor.
Vi una figura. Alta. Delgada. ¿Eras tú, mi amor? ¿Eras tú, o mi mente creando un espejismo para no morir sola?
—Cordelia…

Me cargaron. Sentí unos brazos sostenerme, suaves, firmes. Me elevaban, me sacaban de ese pozo maldito. La puerta del sótano se abrió, y el mundo entró de golpe. Luces. Voces. Ruidos que mi mente no podía interpretar.
Un destello rojo. Otro azul. Sirenas. Gente. Rostros borrosos.

¿Estoy muriendo?
Tal vez sí. Pero si voy a morir… que sea soñando con ella. Que mis últimos pensamientos sean de su sonrisa cuando me ve llegar. Que mi último suspiro lleve su nombre.

Mis párpados se cerraron. El mundo desapareció.

Cordelia… si me dejas morir, prométeme que soñarás conmigo.
---

Desperté, o al menos eso creí. La oscuridad seguía siendo la misma, el dolor no había desaparecido, pero había algo distinto en el aire. Una quietud densa. Un silencio sobrenatural, como si el mundo hubiera dejado de girar solo para observarme morir. Apenas podía moverme. Cada intento de hacerlo enviaba relámpagos de dolor desde mi brazo hasta el cráneo, y la sangre seca pegada a mi piel comenzaba a endurecerse como una segunda piel agrietada.

Entonces la vi.

Una figura descendía las escaleras del sótano con pasos tan suaves, tan elegantes, que parecía flotar entre las sombras. La luz tenue que venía desde la puerta abierta iluminó su silueta. Era ella. Cordelia.
Pero no era la Cordelia débil ni la frágil que a veces protegía. No. Era majestuosa. Una diosa bajando desde el cielo podrido del infierno. Sus cabellos oscuros flotaban como si el aire mismo quisiera tocarlos, y sus ojos… sus ojos eran oro líquido derramándose sobre mí.

Quise moverme, decir algo, gritar su nombre, pero sentí que mi cuerpo no obedecía. O quizás en el fondo no quería moverme. Quería que viniera hacia mí. Que me viera en este estado patético. Que me poseyera con su mirada y me desgarrara con su voz.

Se agachó frente a mí, tan cerca que podía olerla, ese aroma que me hipnotizaba incluso en el delirio.
—Cordelia… —susurré con labios partidos, con una voz que no era mía, sino la de una chica rota suplicando por una caricia.
Su sonrisa fue lenta, ladeada, cruel y deliciosa. Sus ojos brillaban con malicia, con esa chispa que solo ella tenía cuando se sentía en control absoluto. Dios, cómo amaba que me mirara así. Como si fuera suya. Como si no valiera nada más que para ser adorada por sus caprichos.

—¿Qué sucede? —dijo con esa voz suya, suave, casi melódica, como un veneno dulce—. Parece que mi juguete está roto… Creo que ya no me sirve.

Sentí cómo el pecho se me encogía, pero no de miedo, sino de placer. De sumisión. De una necesidad sucia y ardiente de seguir siéndole útil, de no dejar de pertenecerle.

—No… por favor… mi diosa… yo aún quiero servirle… aún quiero adorarle…

Ella rió suavemente, y fue como si mi alma se quebrara por completo. Esa risa era mi cielo y mi condena.
Se inclinó más cerca, tan cerca que sus labios rozaron mi mejilla sin llegar a besarla. Su aliento caliente rozó mi piel.
Mi corazón golpeaba mi pecho como si quisiera salir corriendo hacia ella.
Sus dedos, tan finos y fríos, se deslizaron por mi cuello, por mi clavícula, deteniéndose justo en la herida. Su toque era una tortura sagrada.

—¿Qué pasa, juguetito…? —susurró al oído, con una sonrisa que se me clavó en el alma—. ¿Estás muriendo?

—N-no… estoy bien… solo… te amo… —jadeé, temblando. No sé si por la fiebre, por el dolor, o por ella.
Ella me acarició con más fuerza, casi con posesión. Me sentía suya. Siempre fui suya.

Entonces acercó sus labios a mi oído, tan cerca que mi cuerpo entero se estremeció. Estaba roja, nerviosa, ardiente… desesperada por más.
—Despierta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.