Capítulo 18 – La boca de la tierra
El camino a la caverna no estaba señalado en ningún mapa, pero el pueblo hablaba... incluso cuando creía no hacerlo. Los silencios, las miradas desviadas al mencionar “el sur del bosque”, las súbitas plegarias de los ancianos cuando el viento venía de esa dirección. Todo apuntaba hacia allá.
Avancé bordeando la arboleda. La niebla se espesaba conforme el sendero se angostaba, como si los árboles quisieran cerrarse sobre mí. Cada rama crujía con una intención siniestra. Y el murmullo… ese mismo murmullo del callejón, volvía, más constante ahora. Como un canto de cuna perverso, recitado por labios invisibles.
A medianoche llegué a una abertura en la tierra. No era una caverna común. La entrada parecía una boca, con estalactitas por dientes y un aliento que olía a tierra húmeda, óxido y muerte. El suelo vibraba débilmente, como si respirara. O peor aún, como si esperara.
Encendí la linterna. La luz apenas rompía la oscuridad. Caminé. Los ecos de mis pasos se distorsionaban, como si otra cosa los repitiera más adelante. O más atrás.
Después de unos metros, el túnel se dividió en dos. A la izquierda, un calor seco y sofocante. A la derecha, un frío punzante. Cerré los ojos y respiré hondo. La mariposa del dije brillaba débilmente en mi mano. Un leve tirón, casi imperceptible, me guió hacia la derecha.
El pasaje se estrechaba. Las paredes estaban cubiertas de marcas similares a las del callejón, pero más antiguas, más profundas. Algunas parecían moverse si las mirabas por demasiado tiempo. Escuché un grito. No humano. No animal. Algo... entre ambos.
Al doblar una curva, encontré lo impensable.
Un círculo tallado en la piedra, de unos cuatro metros de diámetro. Dentro, suspendida en el aire como por hilos invisibles, flotaba la niña. Pálida, inconsciente, con los ojos cerrados y la misma mariposa colgando de su cuello. La rodeaban seis figuras encapuchadas, inmóviles. No respiraban. No se movían. Pero estaban vivos... o algo similar.
—Has llegado —dijo una voz a mi derecha. La figura del sombrero, el observador del bar, surgió de la sombra.
—¿Quién eres?
—El que guarda el equilibrio. Y tú estás a punto de romperlo.
Mi mano fue hacia la daga. Él negó con la cabeza.
—Si interrumpes el ritual, la niña muere. Si lo permites, se convierte en la llave.
—¿La llave de qué?
—Del otro lado. De lo que duerme bajo el pueblo.
Mis piernas temblaron. Lo había sentido todo este tiempo. Ese algo debajo de todo. No solo un ente... una voluntad. Antigua. Hambrienta.
—¿Por qué ella?
—Porque nació con la marca. Porque ve lo que otros no ven. Y porque su padre la ofreció.
El mundo giró. El rostro del hombre en la foto. El llanto, la súplica... una farsa.
Grité. Corrí hacia el círculo. Las figuras alzaron los brazos. Un viento oscuro me arrojó contra la pared. Sangré. Me arrastré. La daga ardía en mi mano como si supiera lo que debía hacer.
Con un último aliento, lancé la hoja hacia el corazón del círculo. Un estallido de luz y sombra me envolvió.
Y entonces… silencio.
Solo el sonido de gotas, el olor a ceniza, y un cuerpo: el de la niña, en mis brazos.
—¿Estás bien? —susurré.
Sus ojos se abrieron lentamente. Negros como la caverna.
—No era a mí a quien debías salvar —dijo.
Y sonrió.