El chofer abrió la puerta para que Clara subiera al Rolls. Ella lo hizo y dio las gracias, aún incómoda con los lujos de un estilo de vida tan opuesto a su crianza. Instalándose en el asiento, trató de relajarse, mientras Leonardo se sentaba a su lado. El conductor cerró la puerta y se colocó al volante, poniendo el coche en movimiento. Descendieron por la tenue curva hacia la carretera.
Clara sintió que Leonardo se movía y luego la división se elevó, separándolos del hombre que iba en el asiento delantero. Ella se tensó de inmediato, sabiendo que si Leo quería intimidad, sólo podría ser para algo que a ella no le agradaría. Esperó en silencio.
Leonardo Ferreti suspiró con satisfacción.
—Estás particularmente hermosa esta noche, querida.
Clara humedeció sus labios y le lanzó una rápida mirada.
—Gracias.
Leonardo rió, con un sonido tan suave y fatal como el de una cobra.
—Siempre tan fría, Clara. Es lo que más me gusta de ti. Todo ese fuego encerrado en hielo. Una combinación fascinante. Añadido a la belleza e inteligencia, es irresistible. Eres una mujer muy afortunada.
Ella titubeó, lo que él reconoció con una sonrisa.
—Yo no pienso lo mismo —respondió ella llanamente.
Leonardo le tomó la mano izquierda, admirando los dedos delgados y elegantes.
—Pues deberías. Tu belleza es tu posesión más valiosa, querida. Sin ella… —hizo una pausa al sentir la tensión que le comunicaba la mano de la chica. La acarició, tranquilizante—. Bueno, ambos sabemos lo que habría sucedido sin ella, así que no diré más.
El nudo en el estómago de Clara se apretó. Leonardo necesitaba repetirle que por derecho, ella podía estar cumpliendo una sentencia en prisión por desfalco. El lo hacía porque disfrutaba recordarle la situación y lo que él podría hacer, y haría, si ella se negaba a cooperar.
—Te tengo un obsequio, Clara —el cuerpo de Leonardo la rozó cuando él se estiró para sacar del bolsillo de su chaqueta una caja larga y angosta.
Clara se estremeció cuando reconoció la marca inconfundible de la joyería. Leonardo abrió el estuche.
—Los ví y de inmediato pensé en ti, querida Clara. El fuego de hielo, que arde con su belleza.
Permaneció inmóvil mientras él le abrochaba el brazalete de diamantes y le levantó la muñeca para que sus facetas destellaran con la luz. Advirtió que Leo esperaba. Tendría que decir algo, alguna mentira que satisficiera el ego del hombre.
—Son muy hermosos —dijo tensa, y apartó la vista antes que se estremeciera. Encontró la mirada maliciosa del chofer por el espejo retrovisor. El disgusto la sofocó mientras levantaba el mentón y le sostuvo la mirada. Que pensara lo que quisiera, a ella no le importaba.
—No habrá mujer allí que se compare contigo, querida —declaró Leonardo con suavidad y le besó la palma de la mano.
Ella miró la cabeza inclinada del hombre, el cabello oscuro entremezclado con el gris. Sintió como si no fuera su mano, sino la de alguien más, y ella fuese una espectadora a miles de kilómetros...