—Sabes que eso no es cierto —Clara rechazó el cumplido con frialdad.
Leonardo se enderezó y sus ojos grises, confiados, se encontraron con los de ella.
—No habrá hombre allí que no desee estar en mi lugar. Pero tú les demostrarás que eres mía, ¿no es así, querida?
No era una pregunta, sino una orden; Clara ocultó su expresión bajando la mirada.
—Sí, Leonardo, les mostraré que soy tuya —dijo escueta.
Al fin le soltó la mano. Clara miró, distraída, hacia la oscuridad exterior. El la había codiciado desde que la conoció aquel horrible día en Londres. No tuvo otra alternativa. Una vez que Leonardo la atrapó, la dominó por completo y estaba irremediablemente presa entre sus redes.
—Querida, no me estás escuchando —la voz suave de Leonardo la volvió al presente y se tragó aquel constrictor nudo en la garganta, Clara prestó toda su atención.
Permaneció en silencio el resto del trayecto, oyendo los comentarios mordaces de Leonardo acerca de los invitados a la fiesta de esa noche. Era un hombre maligno y rencoroso. Se notaba en sus fríos ojos grises y en su boca pequeña. Clara tenía también buenas razones para saber cuan despiadado era. No obstante, Leonardo era respetado en el mundo de las altas finanzas como un hombre que sabía hacer dinero. Su carácter no ganaba amigos, pero él tampoco los buscaba. Vivía y respiraba el poder. Nadie se le escapaba una vez cometido el error de subestimarlo. Clara lo sabía muy bien.
El coche se detuvo ante una de las mansiones más imponentes de Massachusetts. El chofer abrió la puerta para que descendieran. Leonardo le acomodó el abrigo de mink sobre los hombros. No era una noche fría, pero ese no era el motivo de tal acto. Leonardo asió con firmeza el brazo de Clara y entraron.
Clara había estado en numerosos acontecimientos como ese desde que conocía a Leo y no esperaba divertirse más que en los otros. Con un suspiro de alivio, lo dejó en el vestíbulo y subió al segundo piso, aunque por experiencia, sabía que él la esperaría allí, sin importar cuánto tardara en bajar. Leo la cuidaba celoso, lo cual ella detestaba.
Reconoció a las pocas mujeres que encontró en la habitación. Ellas le devolvieron el saludo con frialdad y la ignoraron. Clara levantó los hombros. Ya estaba acostumbrada a ello. Dejó caer el mink sobre la cama y, volviéndose al espejo, examinó su aspecto.
Lo que vio reflejado, no era la Clara Moreira que ella conocía. El vestido negro se amoldaba a sus atractivas curvas, delineando las piernas largas, y la bella cadera hacia su estrecha cintura. El corpino sin tirantes enfatizaba la prominencia de sus senos. Los diamantes brillaban sobre su cuello y orejas. A Leo no le agradaba el cabello suelto, así que su cabellera negra estaba recogida en un bonito estilo que atraía la atención hacia su nuca.
Clara no reconoció el rostro, a pesar de que estaba más que familiarizada con cada rasgo; la generosa inclinación de sus labios, sus pómulos altos y la fina piel. Tampoco reconoció su mirada. No pudo mirar por mucho tiempo los grandes ojos color violeta enmarcados por pestañas largas, pues no soportó ver la verdad reflejada en ellos.
Con precipitación, abandonó la habitación. Leonardo aún se encontraba donde lo dejó, mirando de reojo las escaleras mientras charlaba con dos hombres que ella no conocía. Clara fue hacia allá, demasiado consciente de la forma en que tres pares de ojos contemplaban cada movimiento de su cadera al caminar. Ruborizada, se detuvo y sostuvo la mirada a los dos hombres hasta que fueron ellos quienes la desviaron primero.
Leonardo la abrazó.
—Querida, permíteme presentarte a mis viejos amigos, Jorge Kennet y Walter Bachmann. Tenemos que comentar algunos asuntos y no quiero perturbar tu bella cabecita con esto. Puedes ir a disfrutar la fiesta. Trataré de no tardarme, cariño. Te compensaré más tarde.
Clara se marchó sonrojada, odiando a Leonardo por esa degradante despedida. A su espalda, oyó las burlonas risas masculinas y supo que era el blanco de la mofa. Palideció de humillación. Sensible a la atmósfera, se sabía el tópico de la charla en más de un grupo por el que pasaba y sentía la mirada de la gente como un azote...