Redemption, sacrificio de Amor

2- Aquellos ojos

Alice no se había enterado de nada. Salió de la inmobiliaria quince minutos después. Yo la esperaba en el auto. En lo único que pensaba era en aquellos ojos tan hermosos- con ese matiz de miel dorada- que me habían salvado la vida.

Alice parloteaba mientras manejaba, mirando de vez en cuando el pequeño mapa que le habían dado junto a las llaves. Por suerte, no se había dado cuenta de mi ropa sucia y mojada. Con un par de “sí” y “no” en los momentos justos, mi madre quedó satisfecha. Y no llegó a enterarse nunca de aquel incidente. No se lo dije porque no quería preocuparla. Mucho menos cuando no me había pasado nada grave. Sólo un golpe en la cabeza – cuyo dolor me recordaba que al llegar a la nueva casa, una ducha caliente y unas aspirinas eran mi prioridad.

Instintivamente ante una frenada un poco brusca me llevé una mano al morral. Y al sentirlo tan vacío, se me hizo un nudo en el estómago. Traté de aguantar las lágrimas y me concentré en el paisaje. Ya tendría tiempo de llorar. Tenía toda la noche para eso.

Después de un par de vueltas más, tomamos una calle de tierra, dejando la zona residencial atrás. Un grupo de árboles frondosos pasaban a mi lado, mientras el sol tenue se iba apagando. Cuando mi madre estacionó y apagó el motor recién miré hacia delante.

Allí estaba nuestra nueva casa. Y a primera vista me pareció demasiado linda para ser sólo un hotel, como yo las consideraba a las casas donde nos alojábamos. El frente estaba pintado de amarillo cálido, con aberturas blancas y ornamentadas escalinatas negras, hasta la puerta principal. Sólo cuatro escalones separaban la entrada de la puerta. La casa era de dos plantas, con hermosas ventanas arriba que miraban directamente hacia el oeste. Aquello me gustó. El atardecer siempre fue mi parte favorita del día. Aunque el recuerdo de mi taza hecha pedazos me estrujaba el corazón a cada segundo y no me permitía disfrutar de las cosas lindas que veía. 

La puerta se abrió dando un chirrido fenomenal. Lo que hizo que Alice sonriera. Nada mejor que una puerta de entrada ruidosa. La mejor alarma contra intrusos. Sacudí la cabeza cuando la imagen de Albert se quiso adueñar de mis pensamientos. Traté de concentrarme en lo que veía. No quería ponerme más tenso de lo que ya estaba. 

La casa era pequeña y poco amueblada. Pero tenía calidez. En el piso de abajo, un estrecho recibidor se abría hacia una escalera a un costado y hacia el otro lado, un arco lo separaba de la cocina- comedor. Había una chimenea en un rincón y un lugar en la pared, cerca del televisor que me parecía perfecto para colgar una biblioteca. Los colores de las paredes eran pasteles. Aunque había rincones descascarados por la humedad. Era una casa vieja. Lo noté también cuando subí las escaleras. Alice volvió a sonreír cuando los escalones de madera chirriaron bajo mis pies.

La habitación más pequeña, la que daba al oeste por una ventana y al norte por la otra se convirtió en mi dormitorio. En ella, una cama sin sábanas, una pequeña mesa- semejando ser un escritorio y un pequeño guardarropa completaban el mobiliario. (Guardarropa que yo jamás usaría, puesto que nunca desarmaba mi equipaje. Siempre estaba listo por si teníamos que huir). El color celeste pálido de las paredes me gustó y el techo bajo con grandes vigas, a dos aguas lo hacían parecer un altillo más que un dormitorio. 

No pude evitar notar la pequeña cruz de madera que colgaba sobre la pared, en la cabecera de la cama. Un Cristo crucificado, en plena agonía me miraba fijamente. No podía soportarlo. Así que me acerqué e hice lo que siempre hacía. Descolgué la cruz y la guardé en el fondo de un cajón. Aquello me recordaba que Dios no cuidaba de su Creación. Si no había impedido que torturaran y mataran a su propio hijo, mucho menos cuidaría de nosotros, el resto de los mortales.

Dejé mi equipaje debajo de la cama y mi morral sobre la cama y traté de olvidarme del asunto. Caminé con lentitud hacia la ventana oeste. El sol ya se había perdido por detrás de unos picos nevados. Un inmenso bosque se abría más allá, en toda la extensión de mi vista. Era un paisaje magnífico y frío. Temblé un poco pero no quise cerrar la ventana hasta que no me llené los pulmones del aire nocturno. Luego, la cerré con un suspiro y bajé a la cocina a ayudar a Alice con la cena.

Después de comer, con la excusa del largo viaje, simulé cansancio y me escabullí lo más rápido que pude hacia el baño. Me di una ducha rápida y me puse mi pijama: una vieja camiseta de mangas largas y unos joggings descoloridos. Mientras sentía que Alice estaba en la ducha, cantando como siempre, hice mi cama y me acosté, con la vista clavada en la noche que se abría afuera. Apagué la luz.

Estábamos lejos de otras casas y de calles asfaltadas, por lo que el silencio era intenso. No se escuchaban ni autos ni voces. Sólo algunos sonidos nocturnos que venían del bosque que comenzaba a unos cincuenta metros más allá de la casa.

Me acurruqué, aún con los ojos mirando a través de la ventana, sin taparme. Tenía frío pero no sentía ganas de moverme. Estaba muy triste. No quería mirar mi morral porque sabía que me pondría peor. Aún así, las lágrimas acudieron a mis ojos sin poder evitarlo. Sentía mucha rabia porque lo poco que tenía se había roto. Era una de mis memorias más preciadas. Y ya no la tendría más. Me estremecí al recordar los pedazos cayendo en el cesto de basura. Pero me tapé la boca para no emitir sollozos. No quería que mi madre me escuchara.

El tiempo pasó. Y me parecieron horas. Pero yo no me moví. No tenía fuerzas ni ganas. Sentí el rostro mojado. Aún así, de algún modo, me quedé dormido. Seguramente exhausto por aquel largo día.

Al despertar, no quise abrir demasiado los ojos. Había tenido un sueño. Había visto a mi salvador. Sus brazos me envolvieron y otra vez aquella mirada me embelezó. Quería retener aquella dulce sensación pero parpadeé y la tensión se apoderó de mí otra vez. Me moví un poco, sacando las manos fuera de la manta que me cubría. La manta. Me sobresalté. No recordaba haberme tapado. Pero allí estaba. Una gruesa frazada de colores tierra me cubría todo el cuerpo. Me di cuenta de que era muy calentita y volví a meter los brazos debajo de ella. 




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