Había seguido las instrucciones de Anthony durante todo el día. Me había dicho que asistiera a todas mis clases, que almorzara “abundantemente” y que lo acompañara a su práctica de fútbol soccer.
- Nuestro goleador estrella volverá pronto.- me dijo- Así que tenemos que entrenar. Tiene que encontrar un equipo listo para el partido del Domingo.
Y la verdad es que le hice caso porque había sido el mismo Adam quien le diera esas instrucciones para mí.
La familia Alexander se lo había llevado a Adam a una de sus famosas reuniones. Y Damien y Marie lo habían acompañado. Anthony decía no entender demasiado la importancia de esas reuniones familiares, y menos de éste, justo después de haber salido de una enfermedad tan grave. Pero yo sí lo entendía. Y desde el principio. Creo que hasta lo esperaba. Adam había estado a punto de morir y era natural que debiera recargar sus energías. Aunque me desesperaba por verlo, entendía que debía estar lejos por unos días. Lo único que lamentaba era que esta vez ni Adam ni Damien se habían llevado sus celulares.
El resto de la tarde la dediqué a actividades bastante “mundanas”, como la limpieza a fondo de la casa, especialmente de mi dormitorio. Quería que todo brillara cuando Adam viniera a visitarme. Mientras ordenaba, fantaseaba con que su visita fuera esa misma noche, aunque sabía que no era posible. Sin darme cuenta, pasé unos largos minutos observando en silencio el crucifijo que había guardado en el cajón de mi escritorio. Miré la imagen del Cristo crucificado. Y por alguna razón su expresión ya no me pareció tan dolorosa. Sin embargo, aún no podía concebir que un dios amoroso permitiera que los seres humanos trataran de aquella manera cruel a su Hijo… Y otra vez, me sentí vulnerable. Cerré el cajón casi con violencia y traté de olvidarme de aquel asunto.
Cuando comencé la limpieza de la casa, me di cuenta de que no era necesaria. Todo estaba ya limpio. Pero proseguí igual. Hacerlo me mantenía la mente ocupada. Además me sentía rebosante de energía. Era como una nueva oleada que parecía recorrerme de pies a cabeza. Y yo sabía el motivo: Adam me había perdonado y cada minuto que pasaba estaba más cerca de verlo. Y esos pensamientos me habían renovado por completo.
Cuando terminé con la limpieza, me di una ducha. Me miré al espejo y me gustó lo que veía. Por lo que me prometí que a la mañana siguiente me esforzaría otra vez con mi cabello y mi ropa. Y mientras miraba mi reflejo, me deshice por primera vez de la voz negativa antes de que pudiera atormentarme otra vez.
Después de la cena, hice que Alice se fuera a dormir temprano y yo me encargué de los platos sucios. Subí a mi dormitorio sintiendo algo en la boca del estómago. Entré despacio y encendí la luz. Estaba vacío. Aunque sabía que así sería no pude evitar sentirme un poco desilusionado. Y creí que me costaría quedarme dormido pero apenas apoyé la cabeza en la almohada entré en un sueño profundo.
Me moví un poco y pestañeé sin poder creer que ya era de día. Y para mi asombro, el sol brillaba en un cielo despojado de nubes. Estaba fresco pero era un día realmente hermoso. Y mi estado de ánimo destellaba tanto como aquel sol. Me vestí, buscando el jeans que me quedaba menos suelto y una camiseta que nunca había usado. Hice un esfuerzo y desayuné. No tenía apetito. Lo único que deseaba era que el día transcurriera lo más a prisa posible. Quería ver a Adam, al menos oír su voz. Que me dijera que estaba bien, y que ya me había perdonado. Que ya no nos separaríamos.
Tomé mi mochila y mis ojos se desviaron inconscientemente hacia el almanaque de la heladera. Y sonreí. Fui hasta allí y encontré una nota que Alice me había dejado. Una nota en la que me deseaba un feliz cumpleaños.
21 de Noviembre…
No pude evitar comparar ese día con el mismo día del año anterior. Me reí. Ese día no se parecía en nada a aquel. O a ninguno de mis anteriores cumpleaños. Diecisiete años. Y había conocido el amor. Un amor intenso y arrebatado que me había sacudido hasta el alma. Y que sólo lo había creído posible en los libros que solía leer cuando quería olvidarme de la horrible realidad.
Miré de reojo la campera de Damien que descansaba sobre un sillón, cerca del teléfono. Fui hasta la puerta, venciendo la tentación de ponerme la campera. Y apuré el paso para no agarrar el teléfono y llamar a Adam. Debía darme prisa. El reloj de la pared, marcaba las siete y cuarenta y cinco. A las ocho en punto comenzaban las clases.
Salí al frío de la mañana, dando un suspiro. El cielo había cambiado de color. El sol brillaba con más intensidad y no había viento. Me paré en el porche y cerré los ojos cuando sentí el calor del sol en mi rostro. Pero antes de cerrarlos, la bicicleta de Adam, tirada cerca de un árbol me hizo sonreír. Suspiré y abrí los brazos como buscando agarrar más calor. Y entonces los volví a abrir y miré pasmado hacia el árbol. No tenía dudas. ¡Aquella era la bicicleta de Adam! Lo busqué con la mirada por el camino, por la arboleda que se abría a la izquierda de la casa y finalmente en el bosque, del otro lado. Dejé caer la mochila y el morral y corrí hasta el claro. Llegué a la playa casi sin aliento, donde tantos besos apasionados y dulces nos habíamos regalado Adam y yo. Lo busqué por la costa con desesperación. Mi corazón comenzó a latir tan fuerte que me llevé las manos al pecho, asustado. La playa estaba vacía. ¿Acaso me había imaginado ver la bicicleta de Adam cerca de la entrada de la casa?
Pensé en volver y ya me estaba dando la vuelta cuando sentí un par de manos fuertes rodeándome la cintura. Y apenas me tocaron mi corazón pareció saltearse un latido. Y sentí miedo. Miedo de que fuera Adam. Miedo de que no fuera Adam. Miedo de que me vieran sus ojos y yo, al verlos, descubriera una sombra que me revelase que Adam aún seguía enojado conmigo. Al darme cuenta, cerré los ojos y sentí que unas lágrimas me mojaban el rostro.