Apenas apoyé mi mano en el picaporte de la puerta, supe que algo no andaba bien. El sonido, al abrirla, me hizo estremecer. Avancé unos pasos y cuando sentí el ruido sordo detrás de mí, me di cuenta de que ya era demasiado tarde. Me volteé casi con violencia. Y al ver la puerta cerrada, el terror se apoderó de mí.
Allí estaba él, tal como me lo había imaginado cientos de veces, en diferentes casas, en diferentes geografías pero con la misma macabra sonrisa de siempre.
- Hola…hijito…- su voz gutural hizo que se me revolviera el estómago.
Miré hacia la cocina. Allí estaba mi madre, tirada en el suelo. Y alrededor de su cabeza, un espantoso charco de sangre oscura. Sentí que las piernas se me aflojaban mientras corría hacia ella con desesperación. Me arrodillé a su lado y la zarandeé pero no reaccionó.
- ¡¿Qué le has hecho, animal?!- mi voz salió entrecortada. Y los nervios hicieron que mi corazón se acelerara demasiado dentro de mi pecho. Sentí que comenzaba a hiperventilar.
- ¿Creíste, querido Eden, que no los encontraría?
Lo miré fijamente. Me costaba creer que Albert Mason, mi padre, estaba parado frente a mí, con su misma sonrisa cruel de siempre. Aquella imagen aparecía casi calcada de mis pesadillas recurrentes. Con su aspecto demencial, sus cabellos largos, desprolijos y su ropa arrugada. Y con un brillo diabólico que no presagiaba nada bueno.
- ¡¿Qué le has hecho?!- pregunté poniéndome de pie. Mi voz era baja y temblorosa.
Él lo notó y volvió a sonreír.
- ¿Por qué no nos sentamos y…cenamos?
Las piernas me seguían temblando así que retrocedí unos pasos para buscar apoyo en la mesada. Tenía que pensar en algo. ¡Y tenía que ser rápido! Antes de que el temor paralizante que siempre me provocaba aquel ser despreciable me invadiera por completo. Y cuando eso sucedía, mi mente se ponía en blanco. Y hasta se me hacía difícil respirar.
Albert me miraba en silencio. Quizá mientras maquinaba algo en su cabeza. Probablemente estaba decidiendo qué hacer conmigo. Y de repente, se dio vuelta y buscó algo en su viejo bolsa oscura. Aproveché y agarré, de un manotazo, lo primero que encontré sobre la mesada: un tenedor metálico, un poco oxidado pero firme al tacto. Lo escondí detrás de mi espalda. Sabía que no era suficiente pero era algo con qué empezar. No dudaba en que podía clavárselo en cuanto se me acercara.
- Siéntate. ¡Siéntate!- Albert me hizo señas.
Trató de esconder lo que llevaba en su mano pero no fue tan rápido. Pude verlo. Era una caja de fósforos. Al verla, sentí que la boca se me secaba. Y ahora todo el cuerpo me temblaba. Albert parecía estar decidido. Y no quería esperar. Sus planes eran claros, y me resultaron dolorosamente familiares: volarnos en pedazos a mi madre y a mí. Y entonces me di cuenta de otra cosa: el aire olía muy dulce. Demasiado. Yo conocía ese olor. Era olor a gas. Sentí que los pulmones se me empezaban a colapsar y no por el aire enrarecido sino por el pánico. No sabía qué hacer. Pero sí sabía que tenía que hacer algo…¡y pronto!
Como un toro embravecido, y sacando fuerzas de nunca supe dónde, me abalancé sobre Albert, blandiendo el tenedor. Busqué su ojo pero sólo tuve tiempo de arañarle el rostro. Me pareció que era un corte poco profundo pero empezó a sangrar profusamente. Su mano apretó mi brazo con tanta violencia que di un grito. Lo empujé, buscando que me soltara, justo cuando la voz débil de Alice me llegaba desde el suelo. Me di vuelta y la miré, sin poder creer que aún estuviera viva. Ella seguía tumbada pero había recobrado la conciencia. Pero fue un error mirarla porque Albert aprovechó mi momento de descuido y me dio un golpe tan fuerte en el rostro que me derribó. Sentí un dolor punzante en la cien y otro, en la zona de mis costillas. El piso duro me azotó despiadado. Tuve la tentación de quedarme allí pero vi que Albert se acercaba a mi madre- con su risa macabra. Esa risa que siempre era el preámbulo de algo mucho peor. Y entonces, sin saber cómo, volví a levantarme. Reprimí un grito de dolor. Y sentí que algo me atravesaba al medio pero me erguí, sin quitarle los ojos de encima.
Aún tenía el tenedor apretado en mi mano. Esta vez me prometí no fallar. Le clavaría ese tenedor aunque fuese lo último que hiciera. Pero no me hizo falta arremeter contra él porque un golpe nos hizo sobresaltar a los dos. La puerta del frente se había abierto de repente. Anthony estaba parado en el umbral y me miraba con ojos desorbitados.
- ¡Anthony! ¡¡¡Cuidado!!!- le grité.
Albert no perdió tiempo. Embistió contra él, pero Anthony ni siquiera se inmutó ante el primer golpe. Lo miró serio y lo tomó del cuello, levantándolo un metro del suelo.
- ¡Corre, Eden!- me ordenó Anthony.
Tiré el tenedor y fui hasta donde estaba mi madre. La levanté como pude y traté de no prestar atención a su cabeza ensangrentada. Caminé con ella, casi arrastrándola, hasta la puerta. Pero justo cuando Anthony aflojaba la mano y se corría para dejarnos pasar, Albert, de alguna manera, logró zafarse. Empujó a Anthony y me agarró del cuello, tironeándome hacia él.
Anthony agarró a Alice y la empujó hacia el porche. Cerró la puerta tras de sí para evitar que Albert saliera de la casa conmigo.
- Suéltalo…- la voz de Anthony sonaba baja pero muy firme.
Albert rió divertido.
- Así que… me hijito maricón… tiene novio…
Maldije para mis adentros al recordar que había soltado el tenedor.
- Te lo diré sólo una vez.- le dijo Anthony manteniendo su tono de voz- No quieres verme enojado.
Otra risa discordante y un tirón salvaje de mi cuello pareció enfurecer más a Anthony. Y sin saber cómo supe lo que iba a pasar a continuación. Busqué la mirada de Anthony. Y esperé a que parpadeara, como si fuera una señal. Él me miró fijamente durante varios segundos. Y entonces tuve la intuición de que el momento esperado vendría. Anthony parpadeó. Llevé mi codo hacia atrás, clavándoselo a Albert en el estómago. Éste aflojó su mano, solo por un segundo, tiempo suficiente para darle otro codazo y despegarme de su lado. Y lo hice justo cuando el cuerpo de Anthony parecía explotar de repente, envolviéndose en enormes llamas rojas. Era un verdadero demonio el que se erguía frente a nosotros. Miré de reojo a Albert quien parecía haberse convertido en una estatua de piedra. Y estaba extremadamente pálido.