25 de febrero de 1926
Al fin llegó el día en el que iba a comenzar mi primer trabajo en la banda de Don Salvatore. Era muy temprano y podía escuchar perfectamente cómo la gente a los alrededores de mi vivienda comenzaba a comercializar sus productos, mientras los vecinos paseaban por las calles sin preocupación alguna. Fue entonces cuando me di cuenta de que el mundo seguía su curso: para algunos, era un día hermoso; para otros, un día más de sobrevivencia. Y en mi caso… bueno, era un día en el que comenzaría a tomar decisiones apresuradas que, con el tiempo, me llevarían poco a poco a la ruina. Después de todo, ¿a quién le interesaban mis problemas? Pensé que todos seguían su rumbo sin mirar atrás, indiferentes ante los caídos, fuesen quienes fuesen.
Tras unas horas de reflexión, bajé por las escaleras hasta llegar al lugar donde había estado mi taxi, ahora destruido. Al verlo, la rabia y la cólera de la noche anterior me invadieron nuevamente. No podía creerlo: lo que alguna vez fue mío, lo que me daba de comer, ya no existía. Sentí un nudo en la garganta que me hacía querer llorar; mi taxi, mi única forma de ganarme la vida, simplemente ya no servía. Curiosamente, nunca había valorado tanto mi trabajo como taxista; antes lo veía como algo aburrido, sin prestarle atención, y ahora lo echaba terriblemente de menos.
Pasaron un par de horas y llegó el momento de partir hacia las afueras de la ciudad para encontrarme con Enzo y comenzar mi prueba. Mientras recorría vecindarios, plazuelas, mercados y calles, los observaba como si fuera la última vez que pudiera pasearlos con tranquilidad. Tenía la sensación de que mi paz estaba a punto de terminar.
Cuando llegué al punto de encuentro, me di cuenta de que aún no sabía cómo se llamaba Enzo. Si no fuera por Don Salvatore, nunca habríamos tenido la oportunidad de presentarnos formalmente. Pero después de todo, esto no era una reunión familiar; era una disputa por el poder entre dos bandas, una prueba para demostrar quiénes eran los más temidos y respetados en la ciudad.
—Llegas tarde, chaval. ¿Acaso ya no pensabas seguir con el papel de tipo duro al darle tantas vueltas a las cosas? —me dijo Enzo.
—No es así —respondí—. Simplemente me distraje en el camino, pero ya estoy listo.
—Vale. Reconozco que tienes agallas para este tipo de trabajos, pero espero que tu mente se mantenga centrada al momento de iniciar. Entra, te presentaré a los muchachos.
Al entrar, se percibía un aire distinto: el piso de madera crujía bajo cada paso y un olor nauseabundo llenaba el ambiente. No pregunté nada y seguí a Enzo hasta donde debía ir.
—Buongiorno, Francesco. He traído al nuevo invitado del Don para recoger algunas provisiones del almacén y cumplir uno de sus recados.
—Buongiorno, Enzo. Don Salvatore ha dejado lo necesario para la misión en la parte trasera del almacén: dos bates y un par de armas, por si la cosa se pone fea.
—El Don siempre sabe lo que hace. Vamos, chaval, recoge tu equipo y sígueme.
Vaya, pensé, qué desafortunado será aquel que sienta el impacto de estas cosas en sus costillas. Además de las armas, que ya de por sí eran escasas, la banda de Don Salvatore siempre parecía estar preparada. Seguí a Enzo hasta el patio de la vivienda, bastante amplio como para servir de escondite.
—Mira, chico. Don Salvatore siempre ha sido perfeccionista. Quiere que todo salga según lo planeado, así que da tu mejor esfuerzo en esta misión. Sería una molestia tener que culminar todo yo solo.
—No te preocupes, Enzo. Daré lo mejor de mí.
—Eso espero. No quiero que seas una molestia. Cuando las cosas se pongan feas, no te separes de mí y haz todo lo que te diga. Solo así podrás sobrevivir y quizá reconsiderar la idea de unirte a la banda. Nada aquí es como parece.
—Vale, Enzo. Haré todo lo necesario, pero también tomaré mis propias decisiones.
—Vale, chico. Saldremos al anochecer. El objetivo es simple: los hombres de Di Luca salen tarde a dar su paseo por las calles de Roma, siempre creyéndose dueños de todo. Ya es hora de darles una lección. Cuando nos vean merodear, intentarán atacarnos en grupo, pero lo que no saben es que estaremos armados. Solo se trata de darles un par de golpes para que aprendan a no meterse en nuestro territorio. Pero recuerda: si la cosa se pone fea, no dudes en matarlos; ellos tampoco lo dudarán al verte frente a ellos.
Vaya lío. Me unía a una banda para golpear a mis atacantes y ahora tenía la libertad de matarlos. No sabía si era correcto, pero estaba tan cegado que solo pensaba en ello hasta que cayera la noche.
Al llegar la noche, comenzamos a buscar a esos muchachos. Al principio era fácil: aparecía un grupito de niños irritantes y simplemente les dábamos una paliza. Pero no todo sería tan sencillo.
Pasadas unas horas, llegaron dos grupos de los chicos de Di Luca. Nos habían encontrado. No hubo palabras: sabíamos que ya no había marcha atrás. Sacaron cuchillos y bates con púas; yo estaba dispuesto a demostrar autoridad. Enzo desenfundó su arma y, en un instante, disparó cinco veces, dejando a tres de ellos muertos en el suelo. Me quedé paralizado.
—Deja de pensar y dispara —me ordenó Enzo—. Si nos quedamos aquí, los próximos seremos nosotros.
—Pero Enzo… son solo críos. No podemos matarlos.
—El Don te encargó una sola cosa, chaval. No me hagas repetirlo: dispara si valoras tu vida.
No tuve otra opción. Desenfundé y comencé a disparar sin mirar. Las calles de Roma se llenaron de estruendos y gritos. Cuando abrí los ojos de nuevo, todos los jóvenes estaban muertos. El sol ya asomaba. Teníamos que marcharnos antes de que las autoridades llegaran. Rápidamente, Enzo y yo volvimos al escondite.
—Ahora ya entiendes —dijo Enzo—. Esto no es un juego de niños donde tú decides cuándo ser duro. Aquí cada día es un intento por sobrevivir. Compréndelo y márchate mientras puedas.
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Editado: 30.09.2025