Las semanas en la banda de Salvatore pasaron y, con ellas, los meses. Al principio no eran tan malos: todo parecía encajar, incluso llegué a olvidar cómo había empezado en esa familia. Con el tiempo, Salvatore me encomendó tareas sencillas —recoger el dinero de ciertos negocios que se resistían a pagar por la “protección” que les ofrecíamos— y por un rato la rutina fue lo único que importó.
Los meses no eran tan malos realmente. Iba de un lugar a otro; la mayoría de los clientes pagaba sin problema y, gracias a eso, pude ahorrar lo suficiente para mudarme a una vivienda más cómoda en la ciudad. Podía ayudar a mi familia con los gastos y, por un tiempo, dejar de pensar en el dinero: las ganancias eran buenas. Mi nuevo hogar era un remanso comparado con el basurero donde vivía antes. Despertar cada mañana entre aromas de pan recién horneado y flores me hacía creer que había cambiado de mundo: de un estercolero a un paraíso. Pero bajo esa apariencia había sombras; el brillo tenía un precio y yo conocía bien lo que había que hacer para mantenerlo.
26 de abril de 1926
Era temprano cuando me preparé para salir a las afueras y reunirme con la banda. Llegué y estaban Enzo y el tipo que lo acompañaba la primera vez que los conocí; Don Salvatore nos esperaba y había convocado la reunión para contarnos la crisis que atravesábamos.
—Buenos días, Tony —dijo el Don—. Siéntate, muchacho. Ya conoces a Enzo; ahora quiero presentarte a Vito. Los he reunido para decirles que estamos pasando por problemas económicos: en los últimos meses varios clientes se han negado a pagar por la protección que les brindamos.
—¿Así agradecen la generosidad de nuestra banda? —dijo Enzo—.
—Tal vez deberíamos arrasarles los locales —propuso Vito—, eso les enseñaría a pagar a tiempo. ¿Acaso ya olvidaron a los matones de Di Luca?
Me limité a escuchar. Don Salvatore nos dio la instrucción: visitar cada local y cobrar la paga semanal; a quienes se resistieran, “dales una lección” que no olvidaran. Él enfatizó que quería resultados. Luego, mirando hacia mí: —Tony, te veo en esto —y con eso confirmó mi turno.
—Bien, chicos, es momento de empezar —dijo Enzo—. Tony, espero que hoy te desempeñes mejor; la última vez parecías algo flojo.
—Relájate —respondió Vito—. Este tipo de trabajos es sencillo. A nadie le importa si terminan con huesos rotos o muertos.
Salimos. La rutina se deslizaba entre bares, cafeterías y restaurantes: la mayoría pagó sin problemas. Parte del dinero que recaudábamos provenía de préstamos del Don, y la extorsión permitía a los locales pequeños pagarnos para defenderse de los chicos de Di Luca. Pasaron las horas y, por una vez, el día fue aburridamente normal.
—Vaya día más aburrido —murmuró Vito—. El Don dijo que demos paliza a los que no paguen, pero hoy todos cooperan. Quisiera romper algunas costillas, ¿sabes?
—La violencia no siempre es necesaria —le contesté—. El Don no quiere sembrar tanto terror que la gente comience a huir de nosotros. Usa la fuerza cuando convenga.
Quedaban dos locales por visitar. El primero era una casa de apuestas; al bajar del auto supe que el sitio respiraba codicia: rostros tensos, gritos de euforia y desespero. En el sótano encontramos al dueño: un hombre obeso, lleno de cicatrices, con dientes amarillos y carcomidos por el tabaco. Aunque llevaba traje, olía a podredumbre.
—¿Ya es hora de pagar al Don? —dijo, despreciativo—. No he visto trabajo de ustedes. Díganle a Salvatore que no quiero su protección; mis muchachos se bastan solos.
—¿Estás seguro? —preguntó Enzo—. El Don es generoso, pero quiere su dinero. Si pagas, te prometo que no armaremos escándalo.
El hombre no cedió. Vito, impaciente, sonrió con una mueca fría y la situación explotó en violencia. Comenzó un tiroteo. La gente huía; Vito disparaba para aterrorizar al dueño. Algunos civiles cayeron heridos, otros murieron. Enzo respondió a la seguridad y yo hice lo propio: nos defendíamos. En unos minutos la sala se convirtió en caos, y escuché a Vito regodearse en el estruendo.
—Levántate, Tony —dijo Enzo después—. Hemos terminado. Solo falta un lugar que solventar.
Vito se acercó, descontrolado hacia el dueño.
—¿Viste lo que provocaste por no querer pagar? —dijo Vito—. Gracias por el espectáculo; me aburro, es hora de acabar.
—¡No lo hagas! —gritó Enzo.
Cinco disparos rasgaron el aire. El dueño ya yacía muerto después del primer tiro; Vito no cesó, como quien devora la destrucción. Reía. Enzo y yo mirábamos perplejos.
—¿Qué has hecho, Vito? —exclamó Enzo—. No teníamos que matarlo. ¿Cómo vamos a cobrar ahora? —dijo, atónito.
—Ahora tenemos dinero para el Don y para nosotros —respondió Vito, como si hubiera resuelto una ecuación—. Salimos ganando, Enzo. Relájate.
Tendríamos que actuar así cada vez que alguien se negara a pagar, sugirió la lógica de Vito. Yo sentí cómo un escalofrío me recorría. ¿Eso era “justo”?
Salimos rumbo al último lugar: una casa de familia que siempre pagaba. Enzo me advirtió:
—Esta familia suele pagar. Si se resisten, muestra tu lado duro. El Don les ofreció apoyo porque sufren abusos de pandillas; ve y trae el dinero. Espero que hoy muestres temple.
El corazón me latía con fuerza. Bajé del auto y entré a la casa. Los dueños estaban asustados; se notaba en su voz, en sus manos. Nos explicaron que no tenían dinero. Rogaron, ofrecieron objetos de valor, suplicaron por la integridad de su familia. Sentí el nudo en la garganta.
—Lo siento, signore —les dije—, el Don quiere su dinero. Si no pueden pagarlo, tomen algo de valor. No quiero hacer daño.
No quedaba otra opción. Rompí muebles, lancé objetos al suelo para infundir miedo. El señor sacó un arma; el ruido encendió el terror. Empezó un tiroteo. Vito vino en mi ayuda y pronto el hombre cayó. A mí no me consoló haber preferido que me pagaran o que me dieran algo valioso: no buscaba sangre, pero terminé arrojado a la corriente.
#737 en Thriller
#431 en Detective
#336 en Novela negra
#recuerdos, #mafia #italia #soledad, #reconstrucciónpersonal
Editado: 30.09.2025