Después de casi dos meses de aquel suceso tuve trabajos más tranquilos: transportar mercancía de aquí para allá. Al menos durante ese tiempo no hubo tantos asesinatos. Las autoridades y El Don se habían enterado de todo lo ocurrido el 26 de abril, pero no supieron cómo pasó. Vito les dio una historia falsa para evadir problemas y, como por arte de magia, le funcionó de maravilla: nadie sospechó que él era el culpable de que todo se saliera de control en aquella vivienda. Nadie, excepto yo. Yo sabía la verdad, pero decidí callar: Vito era alguien con quien no quería crear conflictos.
Durante los meses de calma cargué con el sentimiento de culpa por no haber podido evitar la muerte de esa familia. Yo recién empezaba en el mundo criminal, y quizá esa no era la vida que deseaba del todo; eso lo supe ese día.
20 de julio de 1926
Me desperté por la mañana. El Don quiso que me tomara un descanso; decía que me lo había ganado después de siete meses en la banda. El día era excelente: se oía el canto de los pájaros y la ciudad parecía respirar con más calma. No había mucha gente y la jornada invitaba a buscar algo nuevo, algo distinto a lo que estaba acostumbrado.
Decidí bajar del edificio y salir a caminar por los parques en busca de paz. No quería lugares cerrados: la ansiedad de que alguna banda rival quisiera verme muerto me inquietaba. Caminé durante un rato por los pastos verdes, observando lo bello que puede ser el mundo cuando los conflictos entre los hombres desaparecen y solo queda armonía.
Después de un tiempo vi una escena que me incomodó: una señorita estaba siendo acosada por un grupo de jóvenes, probablemente de mi edad.
Al principio no pensé intervenir; siempre he sido reservado y lo mío no es meterme en problemas ajenos. Pero algo surgió dentro de mí, un impulso que me empujó a ayudarla. Caminé hacia donde estaban los bravucones, apuré el paso al ver que la acorralaban y, sin pensarlo, golpeé a uno de ellos para intimidar al resto.
—¿Qué demonios te pasa? ¿Por qué hiciste eso? —dijo uno.
—Basta, chicos —les respondí, frunciendo el ceño—. Lárguense de aquí; no quiero problemas. Tómenlo como una advertencia: si siguen molestando a la señorita, habrá consecuencias.
Los jóvenes no me tomaron en serio y se lanzaron a atacarme. Tenía experiencia en este tipo de enfrentamientos y, al no estar armados, fue más sencillo contenerlos. Recibí un par de golpes, pero al menos logré ahuyentarlos. Finalmente hablé con la chica, que estaba bastante asustada.
—¿Se encuentra bien? ¿No la han lastimado? —pregunté.
—Estoy bien, gracias por ayudarme —respondió—. Me seguían desde hace un par de calles y temía lo peor.
—Lo comprendo. Últimamente las calles se están volviendo peligrosas... y más cuando damas tan bellas como usted pasean sin compañía.
Ella soltó una risa breve, franca.
—Me ha hecho reír... Gracias por su ayuda. Si no es mucha molestia, ¿podría saber el nombre de mi salvador?
—Soy Tony. Tony Pievani, a su servicio. ¿Y usted?
—Alice. Muchas gracias, señor Tony. Ojalá hubiese más personas como usted; este mundo poco a poco se vuelve un caos.
—Tal vez, señorita —contesté—. Lamentablemente yo me hundo poco a poco en ese caos. Quizá el mundo necesita menos como yo.
—No lo creo, señor Tony. La gente escoge el mundo en el que desea vivir y, sin importar los errores, puede empezar de nuevo. —Se despidió con cortesía—. Ha sido un gusto.
—Espere, Alice —la detuve—. ¿Le gustaría acompañarme a cenar esta noche? Hoy es mi día libre y me agradaría compartir la tranquilidad de la ciudad con usted.
Se lo pensó un momento; luego me dirigió una sonrisa suave y una mirada cálida.
—Está bien, Tony. Le acompañaré como agradecimiento por ayudarme. ¿Nos vemos esta noche?
—Sí; nos encontramos en la dirección que le di.
Regresé a casa y busqué el mejor traje que tenía: quería causar buena impresión. Por alguna razón, sus ojos me impulsaban a mostrar modales que, en el fondo, no poseía.
Al caer la noche fuimos al restaurante acordado. Estaba deslumbrante: un vestido azul marino elegante y un abrigo negro que la envolvían con una belleza sobria y sublime. Entramos y tuvimos pláticas breves sobre el trabajo y el estilo de vida. Hubo coincidencias, pero también mentí en algunas respuestas para ocultar mi lado criminal; no quería mostrar ese lado oscuro de mí. Quería que ella me viera con otros ojos.
De alguna forma eso me afectó internamente: le mostraba una parte falsa y otra real. No era justo, pero tampoco podía arriesgarla con la verdad.
Todo transcurrió bien hasta que la cena terminó. No quería irme; era una de esas pocas ocasiones en las que lograba estar en paz conmigo mismo y olvidar lo que había hecho junto a la banda de Salvatore. Al salir, empezó a llover y nos refugiamos bajo la marquesina del local para dar una última charla.
—Fue una cena maravillosa, Tony —dijo Alice, mostrando una leve sonrisa.
—¿En serio? —respondí—. Me alegra que le haya gustado, Alice. Bueno, ya va siendo hora de retirarnos.
—Sí —contestó—. Se hace tarde. Ha sido un gusto compartir esta velada con alguien tan agradable como usted.
Al pronunciar esas palabras ella comenzó a alejarse; la silueta se perdió entre la oscuridad, la lluvia y el frío. No quise dejarla ir. Corrí tras ella, clamé que por favor no se alejara tanto y tuve la suerte de alcanzarla a tiempo, la tomé del brazo.
—Alice —le dije, agitado—. ¿Le gustaría volver a salir conmigo?, usted es la persona más maravillosa que he conocido y quiero volver a compartir mi tiempo con usted.
Estaba nervioso por su respuesta, pero sin esperarlo me sonrió nuevamente y respondió que sí. Me dio un suave y cálido abrazo que, por un momento, hizo desaparecer la lluvia en mí, los minutos bajo ese caluroso abrazo parecieron horas y me quedé así por un rato más con ella.
Así fue aquella noche: sin darme cuenta había encontrado una nueva forma de ver el mundo. La felicidad sería breve, sin embargo.
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Editado: 30.09.2025