Redención en la Tormenta. Cambiando Destinos.

Un nuevo comienzo

El sepelio de Alina fue un acto íntimo, reservado solo para las personas más cercanas a ella. La pequeña capilla en el cementerio había sido testigo de un silencio profundo, solo roto por las lágrimas contenidas y los susurros de despedida. Solo algunos amigos y familiares acudieron, respetando el deseo de la familia de mantener la ceremonia sencilla y personal. Aitana permaneció de pie junto a Roman, con la mano temblorosa en la de él, sintiendo que cada lágrima que caía por su rostro era un peso más en su corazón.

La tristeza era abrumadora, pero también había una especie de paz en saber que habían podido despedir a su hermana en un ambiente íntimo, lejos del ruido y la multitud.

La policía había estado muy activa en la investigación del asesinato de Alina. Aitana había sido sometida a numerosos interrogatorios, una y otra vez, en busca de respuestas sobre posibles enemigos, venganzas o cuentas pendientes. Sin embargo, ella negaba rotundamente cualquier implicación en conflictos que pudieran haber llevado a ese trágico final. Afirmaba que su vida personal y la de su hermana eran cosas muy distintas, y que no tenía idea de quién podía ser el responsable. Además, en las interrogaciones, había mencionado que ni siquiera sabía quién era el padre de su sobrina y que Alina siempre se había negado a hablar del padre de la niña, lo cual parecía aumentar el desconcierto y la preocupación de las autoridades.

Al terminar la ceremonia, Roman y Aitana caminaron en silencio hacia la clínica, en busca de Valentina. La pequeña, que había estado en brazos de Aitana casi todo el tiempo, parecía ajena a todo el caos a su alrededor. La niña no lloró en todo el trayecto; simplemente dormía plácidamente, como si el mundo que la rodeaba no fuera más que una extensión de sus sueños. La presencia de Valentina en sus brazos le daba a Aitana un pequeño motivo para seguir adelante, un recordatorio de que, a pesar de la pérdida y el temor, la vida seguía y ella debía proteger a esa pequeña vida que ahora dependía completamente de ella.

Al llegar a la clínica, la enfermera les anunció que Valentina sería dada de alta. La pequeña estaba muy bien y su estado era estable. Aitana sintió una mezcla de alivio y ansiedad. Aunque Valentina parecía estar en buen estado, ella no podía evitar sentir que la intrusión en su vida era cada vez mayor. La idea de tener a esa niña en su hogar, en su rutina, le producía una mezcla de miedo y determinación. La niña no había llorado durante el trayecto, lo que le daba un cierto consuelo, pero también le recordaba lo frágil que era esa pequeña existencia.

Una vez en casa, Aitana se dedicó a preparar todo para la llegada de Valentina. Habían comprado pañales, biberones, ropa, una cuna y leche de fórmula materna. Todo estaba listo para que la pequeña tuviera lo necesario para sentirse cómoda y segura. A pesar de su nerviosismo, se esforzó por mantenerse firme, por demostrar una fuerza que en realidad sentía que le faltaba. Roman, por su parte, observaba en silencio desde un rincón, con el ceño fruncido y una preocupación que no lograba esconder.

A lo largo del día, Roman no pudo evitar pensar en la situación desde un punto de vista más personal. La niña dormía profundamente, la idea de que esa pequeña, tan vulnerable, dependiera de ellos, le generaba una inquietud que no lograba disipar, un temor alojado entre pecho y espalda. Por un lado, sentía ternura y protección por Valentina cada que lo veía, pero por otro, no podía evitar preguntarse si estaban listos para afrontar una responsabilidad tan grande.

La presencia de la niña, aunque pequeña, parecía alterar la dinámica que habían construido juntos y, en su interior, Roman se sentía dividido entre el deseo de cuidar y el temor a no estar a la altura.

Mientras tanto, Aitana, consciente de la importancia de formalizar su situación, tuvo que tomar a la niña en brazos y acudir al bufete para solicitar un permiso por maternidad. Sabía que debía hacerlo, necesitaba una especie de vacaciones para organizar su vida lo mejor posible.

Cuando llegó, su jefe la recibió con una expresión de sorpresa y algo de incomodidad.

—Aitana, no esperaba verte en este momento —dijo, ajustándose las gafas y observando a la niña en sus brazos—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Necesito solicitar un permiso por maternidad —respondió con firmeza y sin rodeos, aunque su voz temblaba ligeramente—. La situación ha cambiado mucho para mí en los últimos días, asesinaron a mi hermana, tengo una sobrina que cuidar, no tengo ni idea de cómo hacerlo orque yo nunca quise esto, pero no puedo fallarle a mi hermana, ni fallarle a mi sobrina... y necesito tiempo para cuidar de Valentina, soy lo único que tiene ahora y... necesito tiempo.

El jefe frunció el ceño, claramente desconcertado.

—Aitana, tú no eres madre, y no puedo concederte un permiso por maternidad. Eso es para quienes tienen hijos biológicos o adoptados. La niña es tu sobrina, no tu hija.—Aitana tomó aire y explicó con calma pero con determinación.

—Entiendo, pero en este caso, soy la única familiar que tiene Valentina. La niña acaba de perder a su madre y no tiene a nadie más. Es como si fuera mi hija ahora, y necesito tiempo para cuidarla y estabilizarla. No puedo dejarla sola en este momento.

El jefe la miró con cierta incredulidad, y tras unos segundos de silencio, respondió con tono renuente.

—Bueno, considerando la situación, puedo concederte un permiso de dos meses, además de algunos días extras por compensación. Pero quiero que sepas que esto no será una norma y que debes volver al trabajo inmediatamente después. No podemos permitir retrasos por tu situación personal.

Aitana sintió cómo la indignación le subía por la garganta, pero se mordió la lengua y asintió.

—Gracias, lo aprecio mucho —dijo, con una mezcla de alivio y frustración—. Solo quiero que entiendas que esto es por una circunstancia excepcional, soy de las mejores abogadas de este lugar y sabes lo importante que es mi trabajo... lo solucionaré de alguna manera, no sé cómo, pero lo haré.




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