Redención en la Tormenta. Cambiando Destinos.

Conflictos.

La noche habìa estado tranquila en la casa, pero en una habitación tenuemente iluminada, el caos era absoluto. Valentina, no paraba de llorar. Era un llanto constante, desgarrador, como si el mundo entero se hubiera confabulado para hacerle sentir que nada en su pequeño universo era suficiente.

La ahora madre, agotada y desesperada, se sentó en la cama, sosteniendo a la bebé entre sus brazos, intentando calmarla, pero sin éxito. La pequeña parecía incapaz de encontrar consuelo, y cada llanto resonaba en su corazón como un latido desesperado. Aitana se imaginaba que quizàs estuviese extrañando la presencia de su madre, ella misma tenìa el corazón destrozado, extrañando a su hermana.

—¡Ya. cariño!— le dijo con voz quebrada— ¿Qué ocurre, mi niña?

Roman despertó de repente, con un gruñido molesto. La voz áspera y cansada, cargada de frustración, rompió el silencio nocturno.

—¡Aitana! ¡Silencia a esa niña! —ordenó, frotándose los ojos con impaciencia.

Aitana, con el rostro enrojecido por el cansancio, se volvió hacia él, con lágrimas en los ojos.

—He intentado todo, Roman... —susurró desesperada—. He probado con todo lo que sé, pero ella no para de llorar.— Lo siento, iré fuera con ella— dijo meciendola y saliendo de la habitación.

Roman se levantó de la cama, con el ceño fruncido, y caminó hacia la puerta, con pasos pesados. La frustración lo invadía, y su voz salió dura y cortante.

—Ese es precisamente el motivo por el cual no he querido ejercer la paternidad, Aitana. Me encanta dormir por las noches, odio que me interrumpan el sueño, cuando llega la noche no para de llorar y esto... esto está acabando conmigo.

Aitana bajó la cabeza, sintiendo cómo el peso de la impotencia le aplastaba el pecho.

—Lo siento, Roman... —susurró, casi en un llanto—. De verdad, no sé qué más puedo hacer. Me siento muy cansada, casi no duermo, casi no como, estoy agotada todo el tiempo, pero... ¿Qué más puedo hacer? es mi sobrina, no voy a abandonarla.

Antes de salir de la habitación, Roman volvió a mirarla, con una expresión de agotamiento y enojo.

—Mañana tengo un juicio importante, y si no duermo bien, eso puede afectar mi defensa. Sé que tu también estás agotada pero... ¡Haz que se calle! —dijo, y con un movimiento brusco, salió cerrando la puerta con un golpe seco.

Aitana se quedó allí, con el corazón apretado, mirando a la pequeña Valentina que, no dejaba de llorar. La meció en sus brazos con mucho cuidado, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera empeorar la situación. La pequeña era tan frágil, tan indefensa, y en ese momento parecía que todo su mundo había cambiado en un solo instante.

—¿Qué voy a hacer ahora? —susurró Aitana, con la voz temblorosa.— no sé que te sucede, cariño, no lo sé... he hecho todo cuánto he podido...—¿ Qué puedo hacer para ayudarte?— La miró a los ojos, buscando alguna respuesta que no encontraba. La pequeña Valentina, con su carita arrugada por el llanto, parecía pedir ayuda sin palabras.

Aitana se sentó en la cama, sosteniendo a la bebé con desesperación. La meció suavemente entre sus brazos, intentando encontrar alguna forma de calmarla. Pero aunque ella le daba de comer, le cantaba, le acariciaba el vientre, la niña no dejaba de llorar. La impotencia la invadía, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos sin control, muy en contra de su naturaleza controlada y fría... estaba tan cansada, tenía tanto, tanto sueño...

—Perdóname, pequeña —susurró entre sollozos—. No sé qué más hacer. No tengo idea de cómo cuidarte, de cómo hacer que pares de llorar.

Aitana se inclinó, acariciando con ternura la cabecita de Valentina, y le dio unas palmadas suaves en la espalda. La pequeña, en ese momento, parecía tan vulnerable, tan dependiente de ella, que sentía que su corazón se desgarraba. No podía evitar que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas, mezclándose con la desesperación que la invadía.

Pero entonces, algo inesperado ocurrió. Un enorme eructo salió de la pequeña Valentina, acompañado de un pequeño movimiento ruidoso. La bebé, en cuestión de segundos, dejó de llorar. Sus pequeñas manos se relajaron, y su rostro, que minutos antes mostraba desesperación, se volvió sereno. La habitación quedó en silencio, solo roto por un pequeño gemido de alegria de Aitana.

Aitana, sorprendida, soltó una pequeña risa.

—Claro, tenía que ser un gas —dijo con alivio, secándose las lágrimas. Luego, sonrió con ternura, mirando a su hija, que ahora parecía más tranquila. —Debí pensar en eso antes —añadió, con una sonrisa que reflejaba un brillo de esperanza.— Se inclinó para besar la cabecita de Valentina y le prometió en susurros: —Prometo investigar más. Aunque nunca soñé con ser madre, te prometo que seré una buena madre para ti, de la mejor manera que pueda.

Aitana tomó a la pequeña entre sus brazos y la acunó con delicadeza. La meció suavemente, con la esperanza de que, poco a poco, la bebé pudiera adaptarse a su nuevo mundo. La noche aún era larga, y no sabía exactamente qué le depararía el día siguiente, pero una cosa tenía clara: no estaba sola en esto. La pequeña Valentina, su ahora hija, y haría todo lo posible por cuidarla y protegerla, sin importar cuán difícil fuese.

Mientras la pequeña descansaba en sus brazos, Aitana cerró los ojos por un momento, dejando que la calma la envolviera. La maternidad, pensó, quizás sería un camino lleno de desafíos y lágrimas, pero también de amor incondicional. Y esa noche,, aunque con lágrimas en los ojos y un corazón lleno de dudas, decidió que, pase lo que pase, ella sería la madre que Valentina necesitaba.

Y así, en esa habitación silenciosa, madre e hija encontraron un pequeño momento de paz, prometiéndose mutuamente que, juntas, enfrentarían cualquier adversidad que el destino les pusiera en el camino.




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