El regreso de la vieja Celina
Los días pasaban y todo parecía marchar bien para Celina. En la escuela, los profesores empezaban a felicitarla por su participación y su nuevo rendimiento. Sus compañeros, que antes la evitaban, ahora la buscaban para compartir juegos, charlas e incluso pedirle ayuda con las tareas. Celina había logrado algo que jamás imaginó: ser querida por los demás, no por miedo ni por obligación, sino por admiración.
Sin embargo, con la popularidad llegó también una semilla peligrosa que crecía sin que ella lo notara: el orgullo. Poco a poco, Celina empezó a sentir que merecía todo lo bueno que le pasaba. Comenzó a mirar por encima del hombro a quienes no destacaban tanto como ella. Se reía en silencio de los errores de otros, criticaba los trabajos de sus compañeros y no tardó en volver a juntar a su antiguo grupo de amigas.
—Con nosotras eras la mejor, ¿ves que no necesitabas cambiar tanto? —le dijo Julieta, mientras compartían un alfajor en el recreo.
—Es verdad —añadió Natalia—. No sé para qué te habías vuelto tan... buena.
Celina no respondió, pero sonrió. Y con esa sonrisa, empezó a abrirle otra vez la puerta a la envidia, al desprecio y a las burlas.
Fue durante un recreo cuando todo comenzó a torcerse otra vez. Martina, una niña nueva del tercer grado, se paseaba por el patio regalando dibujos que ella misma había hecho. Sus ilustraciones eran dulces, llenas de flores, castillos y animales. Los niños las recibían con cariño y sonrisas.
Celina, al ver esto desde lejos, sintió una punzada de rabia. ¿Por qué alguien como Martina, con su ropa sencilla y sus lápices gastados, estaba recibiendo tanta atención?
—Miren a esa campesina —murmuró Celina con desprecio—. Seguro está intentando comprar cariño con garabatos feos.
—Podemos enseñarle que ese no es el camino —sugirió Julieta con una mirada maliciosa.
—Hagan lo que saben hacer —ordenó Celina, sin pensarlo demasiado.
Sus amigas se acercaron a Martina, le arrancaron los dibujos de las manos y los rompieron frente a todos. Martina, con los ojos llenos de lágrimas, intentó defenderse, empujando levemente a una de las niñas.
Fue entonces cuando Celina apareció en escena.
—¿Cómo te atreves a tocar a mis amigas? —le gritó con furia mientras le daba una bofetada a Martina—. ¡Perezosa! ¡Mendiga!
El grupo estalló en carcajadas. Martina cayó al suelo llorando, y nadie hizo nada por ayudarla.
Pero entonces, la risa se detuvo. La directora había presenciado todo.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó con voz fuerte, caminando rápidamente hacia el grupo.
Todas las niñas se congelaron. Julieta, nerviosa, dio un paso al frente.
—¡Ella nos robó dinero! —acusó, señalando a Martina.
La directora se volvió hacia Martina con el ceño fruncido.
—¿Es cierto eso?
Martina, entre lágrimas, negó con la cabeza.
—Solo regalaba mis dibujos... no robé nada. Ellas me atacaron.
—¡Mentirosa! —gritó Natalia, mientras el resto asentía para respaldar la mentira.
La directora suspiró profundamente y miró a todas.
—No tengo cómo saber la verdad, así que a todas les doy una advertencia. No quiero volver a ver esta clase de comportamiento en esta escuela. ¿Está claro?
—Sí, señorita directora —respondieron las niñas al unísono.
—Muy bien. Pueden irse —dijo ella antes de retirarse.
Martina regresó a su aula, temblando de impotencia. Celina y su grupo se dirigieron al baño.
—¿Por qué no terminaste de darle su merecido? —reprochó Julieta.
—Sí, si no fuese por ti, yo lo habría hecho —añadió Natalia, con desdén.
—¡Cálmense! —intervino Jazmín—. Si seguimos así, la próxima vez no será una advertencia, será una sanción.
El timbre sonó. Las niñas regresaron al aula, pero Celina se quedó atrás. Miró su reflejo en el espejo del baño y lo que vio no le gustó. Había recuperado su lugar como líder, sí… pero al precio de su promesa.
Respiró profundamente, sintiendo que el pecho le pesaba, y fue en ese instante cuando escuchó una voz familiar.
—Creí que habías cambiado.
Reena apareció detrás de ella, con su vestido blanco y mirada serena.
Celina bajó la vista. Algo en ella sabía lo que venía.
—Reena... no quería...
—No importa lo que querías, Celina. Has roto nuestra promesa. Y por eso, el deseo que te concedí ya no tiene valor.
Celina cayó de rodillas, llorando de frustración.
—¿Por qué me haces esto?
—No soy yo quien lo hace, Celina. Eres tú. Tus acciones, tus palabras, tus decisiones. Yo solo cumplo lo que tú misma elegiste.
Y con un suspiro, Reena levantó la mano. El deseo desapareció. Todo volvería a ser como antes. Sus calificaciones, su imagen… todo.
Pero antes de irse, Reena la miró con gravedad.
—Y por tu falta de respeto… tu padre pagará las consecuencias.
—¡No! —gritó Celina—. Por favor, no. Haré lo que sea, pero no le hagas daño.
Reena pareció dudar por un segundo. Luego, asintió con dulzura.
—Bien. Esta será tu última oportunidad. Si realmente cambias, recibirás un premio que conservarás por el resto de tu vida. Pero ya no habrá deseos, ni atajos.
Y con eso, desapareció.
Celina se quedó sola en el baño, mirando al suelo, con lágrimas en los ojos… y una nueva oportunidad en el corazón.