El castillo estaba silencioso, a pesar de que horas antes había estado abarrotado de invitados esperando a que la Reina Charlotte se dignase a mirar en su dirección.
Como si eso fuese a ocurrir alguna vez.
Ella no tenía ojos para nadie más que para sí misma.
Todo lo que le importaba era lucir perfecta.
Ropa perfecta. Rostro, maquillaje y peinado perfectos.
Y por supuesto, todo y todos a su alrededor, debían lucir igual.
Sally, la pequeña muchacha que deambulaba por el castillo a aquellas horas de la noche, no encajaba.
Su rostro lleno de pecas, cabello rojo como el fuego y unos apagados ojos azules, eran, al igual que su pequeña estatura, inaceptables.
Aferrada al candelabro que portaba con ambas manos, siguió el camino hasta el ala oeste del castillo, dónde se hallaba los aposentos de los sirvientes, y por tanto, su habitación.
Un agujero de ratón lo describía mejor, pero disponía de una vieja cama, un colchón al que ya le había saltado algún muelle y agujereaba las raídas sábanas que le permitían usar y una manta que bien podría haber sido un saco de esparto con la que alejaba el terrible frío en invierno.
Siempre había sido así para ella.
Había crecido en el castillo, pegada a las faldas de su madre, quien lamentablemente había sucumbido a los encantos de un noble y había terminado siendo arrojada desde una de las torres.
Su muerte fue catalogada como suicidio, pero su madre era fuerte y luchadora, solo cometió el error de confiar en quien no debía.
No podía probarlo, pero estaba segura de que el hombre que la sedujo fue quien la empujó aquella noche.
La caída no la había matado, sin embargo, la pérdida del bebé que llevaba en su vientre terminó por desangrarla.
Nadie lo mencionó nunca.
Ocultaron a esa criatura como si jamás hubiese existido y mantuvieron la farsa de su muerte como causa de la caída.
Sally lo sabía mejor. Había estado oculta dentro del armario de la que fue su habitación. Escuchó cada grito que su madre profería mientras trataba sin éxito de bloquearlos tapando sus oídos y cerrando sus inocentes ojos de ocho años.
Diez años después, ella seguía atrapada en ese castillo, sin ningún otro lugar al que ir.
La reina había aceptado quedarse con ella, lo que a todos les pareció un noble gesto por su parte.
No lo era.
Cada palabra o mirada que le dirigió en los últimos años, estaba llena de odio, rabia y desdén. La menospreció en cada oportunidad que se presentó y eso le dio permiso a todos los demás para hacer lo mismo.
Sally se convirtió en un cero a la izquierda.
Comprobó la última de las ventanas del pasillo antes de entrar en su habitación.
Si los relámpagos que había vislumbrado a lo lejos eran un indicio, la tormenta no tardaría en llegar.
Saltó ante el primer trueno.
Durante las fuertes tormentas, siempre tenía la sensación de que podía escuchar los aterradores gritos de su madre.
Sabiendo de antemano que eso le impediría dormir, dejó el candelabro sobre la caja de madera que le hacía de mesita y empezó a desvestirse.
Le esperaba una larga noche por delante.
Metiéndose bajo las sábanas, abrió el libro que había tomado prestado de la biblioteca y se dispuso a leer.
Cerca de una hora más tarde, la llama empezó a oscilar.
Extrañada porque allí no había corrientes de aire, puesto que no disponía de ventana y se había asegurado de cubrir el espacio bajo la puerta, se destapó y cogió el candelabro de nuevo.
Miró alrededor de la pequeña estancia, viendo por primera vez algo que no había estado allí antes de salir a hacer las comprobaciones.
El objeto, cubierto por una sábana blanca, no parecía muy grande.
Retirando la tela que lo cubría se sorprendió al ver allí un espejo con el marco en tan buenas condiciones.
¿Por qué alguien lo dejaría allí como si fuese un trasto inservible?
Atraída por la plata que formaba el marco, pasó los dedos sobre él, haciendo una mueca cuando una de las esquinas, le hizo una herida.
—Ahora ya sé porque te dejaron aquí. No eres aceptable. Igual que yo.
Decidiendo que ya que parecían no quererlo, se lo quedaria regresó a la cama, volvió a colocar el candelabro en su sitio y se dispuso a dormir.
La tormenta no debía ser muy fuerte si el sonido no había traspasado su puerta en todo ese tiempo.
Apagando la vela, se dio la vuelta y pensó en lo diferente que sería su vida lejos de allí.
No más gritos ni humillaciones.
Con una sonrisa, cerró los ojos esperando como siempre que al día siguiente las cosas mejoraran.
Si hubiese mirado hacia el espejo, podría haber visto que no era normal y corriente.
La pequeña gota de sangre había despertado algo.
Y el deseo de Sally podría hacerse realidad.