Reflet

0.1

El inicio del final

La muerte la besó, pero solo dejó una marca y el aviso... de su llegada.

 

— ¡Mierda!—escuché un grito intranquilo, desgarrador, desde el fondo de una garganta adolorida, en un gemido lleno de angustia.

El dolor en mi pecho, el ardor, las punzadas; se extendieron por todo mi cuerpo. Un hilo de sangre cayó de mi cabeza a mi pecho. La inmovilidad de mis músculos fue se sintió como la llegada de la muerte. Me sentí impotente, adolorida, terriblemente derrotada y agotada.

El dolor arrasó en cada una de mis extremidades. Sin saber dónde estaba o en qué condiciones me encontraba. Todo dentro de mí parecía no detenerse; con el zumbido en mis oídos y la sangre en éstos mismos, dejándome entre la confusión y pérdida de cada sentido.                                                                             

Las que iban a ser simples compras para mi hermana, Nadia, junto a mi padre, terminaron en eso. En el terror nocturno de una noche estrellada, entre gritos sofocados y vistas nubladas, en medio del vacío y la desesperación.

Alcé levemente el rostro, sin poder mover mis piernas y, con la vista borrosa; ahí les vi, inertes, demasiado lejos. Quise gritar, pedir auxilio, pero mis cuerdas vocales dolían, ardía todo en mi interior y sentía presión en mi pecho, casi impidiendo que respirara con normalidad. El pavor se apoderó de cada extremidad de mi cuerpo, dejándome saber que la sensibilidad de mis piernas, se había perdido.

Una parte de mi creyó que acabaría ahogándome con mi propia sangre; saboreando por última vez su sabor metálico, junto la frialdad de las aguas cercanas, con el murmullo del agua que fue mi compañía en el llanto interno, impedida de moverme, de poder hacer algo. Solo sintiendo que me desvanecía, percibiendo el aroma a gasolina, cada vez más presente. Hasta que un auto se detuvo, cerca de ellos, pero muy lejos de mí.

Los gritos que buscaron escapar de mi garganta, se esfumaron en el aire, el pedido de auxilio no sirvió de nada, en cuanto vi a un hombre acercarse.

Supuse muchas cosas en ese momento, menos la correcta.

Mi lucha con gritar, que me escuchasen, fue en vano.

Devastada, así me sentía. Mis cuerdas vocales estaban lastimadas, los gritos habían desgarrado la misma anteriormente ante el choque y, para mi desgracia, no pude escuchar nada, permanecí en un incesante silencio agobiador.

Apreté mis ojos, suplicando que me vieran, que hubiera alguna solución. Pero seguí inmóvil; mi cuerpo no respondió, mis dedos a duras penas lograron emitir un movimiento, y en cuanto lo intenté, el dolor presionó cada nervio, destruyendo mi interior, parte por parte, junto a la sangre que cada vez se expandió a mí alrededor.

No obstante, por un momento el dolor fue lo de menos, porque otra cosa captó, entre mis jadeos y desesperación, mi atención. Una ola de viento, helada, se coló en mi interior y suspiré agitada. Todo fue como si hubiesen absorbido el poco oxígeno que entraba en mis pulmones.

Pero eso no fue todo.

Con la vista borrosa, me percaté que se trataba de una persona, cerca de nuestro auto destruido. Llevaba una camisa sin mangas que entre la oscuridad, cada vez más densa, junto a la neblina, me permitió ver cómo se formaron y dibujaron, en el momento, diversos tatuajes por su cuerpo con figuras, letras y rostros que pasaron de un lado a otro; entre sus manos, brazos, cuello y rostro.

Una especie de humo negro, espeso, abundante y asfixiante se hizo presente, obstruyendo la vista por milésimas de segundos, juntándose con el hombre que observó la agonía de mi padre y hermana para después, desaparecer; tan rápido como si aquel hombre solo hubiese respirado.

Me alerté y asusté demasiado, no sabía lo que había sucedido, quién era aquella persona o qué era ese humo. Lo único que supe, fue que tras aquel suceso, un ardor creció en mi cuello.

Para mi suerte, no tuve la oportunidad de hacer nada más porque después, solo sentí la pesadez en mis ojos, el adormecimiento en mi cuerpo y todo pasó a ser un sueño del que desperté unos días más tarde, en el hospital de Danville.

Mi hermano, Kayne, dormía en el sofá al lado de mi cama, más no le desperté. Las lágrimas escaparon sin que yo pudiese advertir su presencia y no se detuvieron hasta dos días después.  

Al encontrarme en ese lugar y de la manera en la que estaba, entendí que, lo sucedido no había sido un sueño, tampoco una pesadilla, era la realidad; dolorosa, pesada y consumidora. Las consecuencias de una salida, de un auto cercano que, no hizo nada. De una persona que tras soltar un humo negro... lo empeoró todo.

Aparentemente había permanecido ahí, en la cama, dormida, inestable e inmóvil por más de tres semanas. Fui hablando de a poco. Mis heridas no habían sido graves, de hecho, no quedó ni una sola cicatriz, excepto un óvalo pequeño en mi nuca, dorado, como una gota de lluvia de fuego.

La sorpresa fue mayor cuando no se necesitó una intervención quirúrgica o medida extrema por un accidente de la magnitud que había tenido. Eso había sido rarísimo. Parecía imposible. Solo con dormir, supuestamente, me había curado. Todos estaban extrañados por mi situación, desde los doctores hasta los residentes curiosos que pasaron más de una vez por mi habitación mientras yo dormía.




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