Refugio Inesperado

Capítulo 3

El sonido de la puerta al cerrarse fue tan suave y definitivo como el portazo de la casa de su padre había sido violento. No era un sonido de ira, sino de autoridad, de un orden inquebrantable que ahora la envolvía. El vestíbulo era tan vasto que el eco de sus propios pasos titubeantes parecía absorbido por la inmensidad. Mármol pulido, una escalinata curva que se elevaba hacia la oscuridad de la segunda planta, y el suave resplandor de una lámpara de araña de cristal que colgaba como un iceberg de diamantes.

El calor era abrumador, seco y constante, un lujo tan básico y a la vez tan inalcanzable para ella hasta hace minutos que le producía un leve mareo. Se detuvo en el centro de la alfombra oriental, sintiéndose como una mancha de miseria en un cuadro de perfección. El agua de sus ropas goteaba sobre la lana fina, formando un pequeño charco a sus pies que la llenaba de vergüenza.

Sebastián Valente se quitó la gabardina y se la tendió a una mujer de edad madura, vestida con un uniforme impecable y discreto, que había aparecido sin hacer ruido.

—Irene, esta es la señora Milena y su hija, Mía —dijo, con la misma eficiencia con la que había dado la orden de subir al coche—. Necesitan una habitación de invitados, baño caliente, ropa seca y algo de cenar. Algo ligero y fácil de digerir.

Irene asintió, su rostro era una máscara de profesionalismo perfecto. Ni una pizca de curiosidad o juicio se reflejaba en sus ojos. Solo una aceptación serena de la orden.

—Por supuesto, señor Valente. —Su voz era tan suave y eficiente como todo lo demás. Se dirigió a Lena con una leve inclinación de cabeza—. Sígame, por favor.

Milena se aferró a Mía, que, acunada por el calor y el movimiento, se había quedado dormida, su respiración era ahora un suave y regular susurro contra su cuello. El alivio por verla tranquila era tan intenso que casi la derribaba.

—Señor Valente —logró articular Lena, su voz aún ronca por el llanto y el frío—. ¿Por qué…? No puedo pagarle nada.

Sebastián se volvió, ya medio camino de dirigirse a lo que supuso sería su estudio. La miró, no a los ojos, sino al conjunto: la fragilidad, la desesperación contenida, la ferocidad maternal que aún brillaba bajo el pánico.

—Ya lo ha hecho —respondió, y su tono era enigmático—. Demostrando que su prioridad es la criatura incluso cuando su orgullo le pedía lo contrario. Es un dato valioso. No se preocupe por el pago esta noche. Irene la atenderá.

Y sin más, desapareció por un pasillo, dejándola sola con la sirvienta y el silencio opresivo de la lujosa casa.

Irene la guió por un corredor iluminado por tenues apliques de pared. No hizo ningún comentario sobre su estado, ni sobre el rastro de agua que dejaban a su paso.

—El señor Valente es un hombre práctico —dijo de repente, como si leyera el torbellino de desconfianza y miedo en la mente de Lena—. Si las trajo aquí, es porque tiene una razón. No malgasta sus actos, ni los buenos ni los malos. Duerma. Recupérese. Mañana será soon enough para las preguntas.

Abrió la puerta de una habitación. No era una simple "habitación de invitados". Era un suite, más grande que todo el apartamento que había compartido con Clara. Una cama enorme con dosel, muebles antiguos, y una puerta abierta que dejaba ver un baño con una bañera enorme de patas.

—Dejaré ropa seca en la cama. La de la pequeña… veré qué puedo encontrar —dijo Irene—. ¿Puede bañarla usted sola, o necesita ayuda?

—No… no, yo puedo —farfulló Lena, sobrepasada.

—Muy bien. Subiré la cena en una media hora.

Irene se fue, cerrando la puerta sin hacer ruido. Lena se quedó de pie, mirando a su alrededor. El contraste era tan brutal que le costaba respirar. De la fría calle, del hedor a humedad y desesperación, a esto. A esto que olía a limón pulido y limpieza.

Con movimientos torpes, comenzó a desvestir a Mía. El agua de la bañera era caliente y abundante. Sumergió a la bebé, temiendo que se despertara asustada, pero Mía solo emitió un pequeño gemido de placer, abriendo los ojos por un instante para mirarla con una tranquilidad que le partió el alma. Le lavó el sucio de la calle, el recuerdo de la lluvia, y la envolvió en una toalla tan suave y esponjosa que parecía una nube.

En la cama, encontró una camiseta grande de algodón y unos pantalones de deporte para ella, y para Mía, una vieja pero impecable camiseta de seda que haría las veces de camisón. No era ropa de bebé, pero era seca, limpia y cálida. Un lujo indescriptible.

Una vez vestidas, se sentó en el borde de la cama, meciendo a Mía, que volvía a dormirse profundamente, alimentada y segura. El agotamiento físico empezaba a vencer la adrenalina, pero su mente no podía desconectar.

¿Qué quiere? ¿Un dato valioso? ¿Qué dato? ¿Que soy una buena madre? ¿Para qué?

El miedo a la noche helada había sido reemplazado por una ansiedad sorda y profunda. Sebastián Valente no era un filántropo. Era un hombre que evaluaba, que calculaba. Y ella, Milena, con su hija en brazos, era ahora una variable en su ecuación particular.

Un suave golpe en la puerta la sobresaltó. Era Irene con una bandeja: un tazón de sopa de pollo humeante, pan fresco y una taza de té.

—Para recuperar el calor —dijo, dejando la bandeja en una mesita.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.