Refugio Inesperado

Capítulo 4

La luz que se filtraba por las gruesas cortinas no era la grisácea y débil de la mañana después de la tormenta, sino dorada y oblicua, anunciando que había dormido profundamente hasta bien entrada la tarde. Por un instante, Milena olvidó dónde estaba. La suavidad de la sábana de algodón egipcio, el silencio sepulcral, el peso cálido y dormido de Mía contra su costado. Luego, la memoria regresó con la fuerza de una marea: la lluvia, el frío, la desesperación… y él. Sebastián Valente.

Se incorporó de golpe, el corazón acelerado. Mía se quejó somnolienta pero no despertó, acomodándose en el hueco que dejó. La habitación era aún más imponente a la luz del día. Los detalles de los molduras en el techo, el peso de los pesados cortinajes de terciopelo, el brillo de la madera pulida. Todo gritaba una riqueza que era ajena y, de alguna manera, hostil.

Sobre una silla junto a la cama, alguien—Irene, supuso—había dejado ropa doblada con precisión militar. Unos jeans sencillos, una camiseta de algodón, un suéter de lana fina. Nada nuevo, pero limpio, de buena calidad y, lo más importante, seco. Para Mía, había un conjunto de ropa de bebé, pequeño y perfecto. La eficiencia era alarmante.

Se vistió con movimientos rápidos, sintiéndose como una intrusa que se ponía la piel de otra persona. Al recoger sus harapos empapados del suelo, se dio cuenta de que habían desaparecido. Barridos, como todo rastro de su miseria pasada.

Un suave golpe en la puerto precedió a la entrada de Irene, llevando una bandeja con leche caliente, papilla y una taza de café negro y humeante para Lena.

—Buenos días. O buenas tardes, más bien —dijo Irene con su tono imperturbable—. El señor Valente espera verla en su estudio cuando se haya alimentado y vestido a la pequeña.

El anuncio le heló la sangre. Espera verla. No era una invitación. —¿Para qué?—preguntó Lena, tratando de que su voz no sonara temblorosa. —El señor Valente no suele compartir sus agendas con el servicio, señorita —respondió Irene, colocando la bandeja en la mesa—. Le sugiero que no se haga esperar. Le disgusta la impuntualidad.

La habitación, que minutos antes parecía un refugio, se transformó de repente en la antesala de un juicio. Alimentó a Mía con manos que le temblaban ligeramente. La leche estaba tibia, la papilla era perfecta. Hasta la comida aquí era una muestra de control.

Una vez listas, salió al pasillo. La casa de día era aún más vasta y silenciosa. Caminó tentativamente, hasta que otro sirviente, joven y de mirada evasiva, le indicó con una inclinación de cabeza la dirección del estudio.

La puerta de roble macizo estaba entreabierta. Al otro lado, Sebastián Valente estaba de pie frente a una ventana panorámica que daba a unos jardines impecables, hablando por teléfono en un tono bajo y firme. No era el hombre que había conocido en la calle. Aquí, en su territorio, irradiaba una autoridad absoluta. Vestía un traje hecho a medida que se ajustaba a sus hombros sin una arruga, y la luz de la mañana acentuaba las canas distinguidas en sus sienes.

Colgó y se volvió. Sus ojos oscuros la escudriñaron de arriba abajo, evaluando la transformación. No pareció ni satisfecho ni insatisfecho. Solo tomó nota.

—Milena —dijo, su voz resonando en la estancia forrada de libros—. Espero que hayan descansado.

—Sí. Gracias. —Las palabras sonaron ridículamente pequeñas—. Le agradezco… todo. Pero no puedo quedarme. No tengo manera de…

—Pagarme. Lo sé —la interrumpió, acercándose al escritorio de caoba y apoyando las yemas de los dedos en la superficie pulida—. Por eso he pensado en una solución mutuamente beneficiosa. Un arreglo.

Lena apretó a Mía contra su pecho. Aquí venía. La verdadera razón. —¿Qué clase de arreglo?

—Tengo un problema —comenzó él, como si estuviera en una reunión de negocios—. Mi padre, está mal. Sus facultades mentales flaquean. Sin embargo, se aferra a una idea obsesiva: la de un nieto. La de una familia.

Lena contuvo el aliento. No se esperaba esto. —¿Un nieto?

—Se que todo esto es complicado, pero mi padre quiere ver una familia, no tengo novia o compañera. —Hizo una pausa, y un silencio—. El problema es que mi padre… es conflictivo. Mi padre no está en condiciones para venir hasta Estados Unidos.

—Y yo… ¿qué tengo que ver yo con esto? —preguntó Lena, completamente perdida.

Sebastián la miró fijamente. —Usted y su hija necesitan un techo, protección, recursos. Yo necesito apaciguar a mi padre, darle la sensación de que un nieto lo tranquilizaria que la familia continúa. Necesito una distracción.

Se acercó más, y Lena pudo ver la frialdad absoluta en sus ojos. No era maldad. Era cálculo puro. —Propongo lo siguiente: usted y hija se quedarán aquí. A cambio, usted interpretará un papel. Será la nueva y joven… compañera que he decidido acoger en mi casa junto a su hija. Una señal de que he seguido adelante, de que la familia tiene un futuro.

Lena dio un paso atrás, horrorizada. —¿Quiere que finja ser…su amante? ¡Es ridículo! ¡Su padre se dará cuenta!

—Mi padre ya no reconoce a nadie de manera consistente. Algunos días cree que vive en su juventud. Otros, que soy yo su propio padre. Anoche fue un mal día. Un día claro. Pero son cada vez más raros. Para él, usted será una cara nueva. Una joven madre en la casa le dará, en sus momentos de confusión, exactamente lo que anhela: la presencia de un nieto, de una vida nueva. —Su voz era implacable, lógica—. Para el mundo exterior, será mi protegida. Una mujer a la que ayudo. Nada más. Eso silenciará cualquier rumor y mantendrá todo y silencio. Además mi padre especialmente adoras a su hija, ocupe aunque sea simbólicamente un espacio en esta casa.




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