Refugio Inesperado

Capítulo 5

El estudio de Sebastián Valente era tan silencioso como una tumba forrada de papel. El eco de sus propias palabras

—Bienvenida a la familia, Milena. O, al menos, a su sombra —parecía haberse congelado en el aire, pesado y ominoso. Milena permaneció plantada en el centro de la habitación, acunando a Mía, sintiendo el peso de un acuerdo que había sellado su futuro sin comprender sus verdaderas dimensiones.

Sebastián no le dio tiempo a procesarlo. Se sentó tras su monumental escritorio de caoba y pulsó un pequeño interruptor plateado casi oculto en el borde de la madera.

—Ahora, la logística —dijo, su voz había recuperado la frialidad empresarial—. Irene le mostrará sus aposentos permanentes y le explicará las reglas de la casa. Son simples: no salga de los límites de la propiedad sin mi permiso. No hable con la prensa, si es que alguna vez la encuentran. No haga preguntas al personal sobre mí o mi familia.

Antes de que Milena pudiera articular respuesta, la puerta se abrió e Irene apareció, tan puntual y silenciosa como un espectro. Pero no estaba sola. Detrás de ella, un hombre mayor, de espalda increíblemente recta para sus evidentes años, entraba en la estancia. Vestía una impecable librea oscura que contrastaba con su pelo blanco, peinado con rigurosa precisión. Sus ojos, de un azul pálido y desgastado, se posaron en Milena con una curiosidad intensa e inmediata que la hizo sentirse aún más desnuda.

—Señor —dijo el hombre mayor con una voz grave y ronca, como piedras que se rozan bajo el agua.

—Argos—asintió Sebastián—. Milena, este es Argos. Mayordomo de esta casa desde antes de que yo naciera. Es la memoria andante de los Valente. Y Argos, esta es la señorita Milena. Y su hija, Mía. Serán… huéspedes nuestra por un tiempo.

Los ojos de Argos no se apartaron de ella. No había desdén en su mirada, ni tampoco calidez. Era una evaluación pura, un escrutinio que parecía medir el alma.

—Un placer, señorita —murmuró, con una inclinación de cabeza que era a la vez respetuosa y profundamente distante.

—Argos se encargará de que tenga todo lo necesario —continuó Sebastián, deslizando un sobre cerrado sobre el escritorio hacia el mayordomo—. Los horarios de las comidas, las preferencias de mi padre… él conoce cada detalle. Irene le asistirá con la niña. Usted solo tiene que… estar. Y actuar cuando sea necesario.

Milena encontró por fin su voz, un hilo tembloroso.

—¿Y cuándo será necesario? ¿Cuándo tendré que… actuar?

Sebastián esbozó una sonrisa fría.

—Eso lo decidiré yo. Por ahora, familiarícese con la casa. Argos, ¿cómo está mi padre esta tarde?

—Más lúcido que ayer, señor —respondió Argos, su voz un susurro rasgado—. Ha preguntado por usted. Dos veces.

Una sombra, rápida e inesperada, cruzó el rostro de Sebastián.

—¿Y qué ha dicho?

—La primera vez, creía que usted era su hermano, el pequeño Luca. Le pedía que bajara a jugar al jardín. La segunda… —Argos hizo una pausa casi imperceptible, sus ojos se encontraron con los de Sebastián con una complicidad dolorosa—. La segunda vez dijo: "Dile a Sebastián que no tarde. Que el invierno se acerca y las raíces deben estar seguras".

Milena frunció el ceño, desconcertada por la extraña frase. Sebastián, sin embargo, palideció levemente. Apretó la mandíbula y asintió con brusquedad.

—Basta. Llévela a sus habitaciones, Argos.

El mayordomo hizo otra de sus inclinaciones perfectas y se volvió hacia Milena.

—Si me sigue, señorita.

Salieron al pasillo, dejando a Sebastián solo en su estudio, sumido en un silencio que de repente parecía cargado de fantasmas. Argos caminaba con una lentitud ceremoniosa, sus pasos no hacían el más mínimo ruido sobre la alfombra persa.

—La suite familiar está en el ala oeste —explicó Argos mientras avanzaban por un laberinto de corredores—. Tiene una habitación para usted, un cuarto de juegos adyacente para la pequeña, y un salón privado. Espero que sea de su agrado.

—¿Suite familiar? —preguntó Milena, incapaz de contenerlo—. ¿No es demasiado?

—Nada es demasiado para lo que se espera de usted —respondió Argos, sin mirarla. Su tono no era cruel, era factual.

—Argos… —Milena se detuvo, haciendo que el anciano mayordomo se volviera hacia ella—. ¿Qué significa eso que dijo el señor Valente? ¿"Las raíces deben estar seguras"?

Los ojos azules de Argos se nublaron. Por un instante, Milena creyó que no respondería.

—El anciano señor Valente —dijo finalmente, eligiendo las palabras con el cuidado de quien camina sobre cristales rotos — tiene sus buenos y sus malos días. En los malos, olvida los rostros. En los buenos… a veces recuerda cosas que los demás preferirían olvidar. Frases. Promesas. Es mejor no darles importancia.

—Pero Sebastián… el señor Valente, pareció importarle.

—Al señor Sebastián —Argos bajó la voz aún más, hasta que fue casi un susurro — le importa todo lo concerniente a su padre. Es su… cruz particular. Ahora, por favor, sigamos. No debemos hacerle esperar.

—¿A quién? —preguntó Milena, confundida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.