Refugio Inesperado

Capítulo 6

El silencio en la suite era absoluto, roto solo por la respiración tranquila de Mía, que finalmente se había dormido, rendida por el cansancio y la novedad del lugar. Milena la acostó con sumo cuidado en la cuna de caoba tallada que ya ocupaba un rincón de la habitación, otra prueba de la inquietante previsión de Sebastián Valente.

Se sentía como un animal rodeado, olfateando el aire en busca de peligros que no podía ver. Las palabras del anciano Luca resonaban en su cabeza como un eco en una cueva profunda. "Protegerla del invierno." "Las raíces son fuertes." ¿Era solo el delirio de un hombre enfermo, o había un código, un mensaje oculto en su confusión?

Un suave golpe en la puerta la hizo saltar. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió e Irene entró, llevando una bandeja de plata con una tetera, una taza y un pequeño plato de galletas.

—El señor Argos pensó que podría apetecerle algo caliente —dijo la mujer, con su voz monótona y eficiente. Dejó la bandeja sobre una mesita baja y se dispuso a salir.

—Espere, Irene —la detuvo Milena, aprovechando el raro momento a solas con alguien que no fuera el imponente Argos o el gélido Sebastián—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

Irene se detuvo, pero no la miró directamente. Sus ojos se clavaron en un punto de la pared, justo por encima del hombro de Milena.

—El señor Valente fue claro respecto a las preguntas, señorita.

—No es sobre él. Es sobre… la casa. ¿Quién es Julia?

El nombre surtió efecto. El más mínimo parpadeo, una casi imperceptible contracción en la mandíbula de Irene. Fue un destello, rápidamente sofocado.

—No conozco a ninguna Julia —mintió, con una fluidez que resultó aterradora.

—El señor Luca me confundió con ella. Debe ser alguien importante para él.

—El señor Luca confunde a muchas personas con fantasmas —respondió Irene, esta vez con un deje de dureza en su voz. Por fin, sus ojos se encontraron con los de Milena, y lo que había en ellos no era amabilidad, sino una advertencia—. Le aconsejo que no busque fantasmas, señorita. En esta casa, suelen encontrarte primero. Su única labor es cuidar de la niña y actuar para el anciano señor. Nada más. ¿Algo más?

Milena negó con la cabeza, una fría sensación de impotencia recorriéndole la espalda. Irene hizo una inclinación de cabeza y salió, cerrándole la puerta sin hacer ruido. No había cerrojo en el lado interior.

La noche cayó sobre la mansión Valente como un manto pesado y oscuro. Milena intentó dormir, pero cada crujido del parqué, cada susurro del viento contra los ventanales, la ponía en vela. Mía dormía profundamente, ajena a la tensión que atenazaba a su madre.

Fue entonces cuando lo oyó.

Un sonido que no encajaba. No era el viento, ni la madera vieja contrayéndose. Era… música. Lejana, débil, como la melodía de una caja de música que llegara desde el fondo de un pozo.

Se incorporó en la cama, conteniendo la respiración. La música era tenue, pero inconfundible. Una canción de cuna antigua, triste y lentísima. Parecía venir de las paredes, o de debajo del suelo.

El acuerdo era claro: no salir, no curiosear. Pero la melodía era una sirenita que tiraba de ella, una promesa de respuesta a las preguntas que la asfixiaban. Con el corazón martilleándole en el pecho, se levantó, se puso un batón y salió descalza al pasillo.

La mansión a oscuras era un lugar completamente diferente. Las sombras se alargaban, deformando los cuadros de ancestros de mirada severa y convirtiendo las armaduras en centinelas silenciosos y amenazantes. La alfombra ahogaba sus pasos mientras seguía el hilo de la música, que la guiaba hacia el ala este de la casa, una zona que Argos había omitido en su tour rápido.

La música se hacía un poco más clara. Ahora distinguía una nota que se repetía, desafinada y lúgubre. Llegó a una puerta semioculta en un rincón del pasillo, junto a una gran escalera que descendía hacia la oscuridad total. La puerta estaba entreabierta. Desde dentro, emanaba la música y un tenue resplandor amarillento.

Milena se acercó, pegando un ojo a la rendija.

Era una habitación pequeña, una nursery o un cuarto de juegos infantil, pero congelado en el tiempo. Los móviles colgaban inmóviles, cubiertos de polvo. En una mesita, una vieja caja de música de porcelana giraba lentamente, sola, produciendo aquella melodía espectral. En el centro de la habitación, de espaldas a la puerta, había una figura sentada en una mecedora.

Era Sebastián.

No el hombre frío y controlado del estudio, sino uno encorvado, con los hombros caídos, la cabeza gacha. Vestía un batín oscuro y tenía una mano extendida, acariciando con una ternura infinita y desgarradora la superficie de una cuna vacía. La cuna estaba hecha con el mismo estilo y la misma madera que la de Mía, pero esta era antigua, la pintura descascarada.

Milena contuvo un jadeo. Sebastián no parecía oírla. Sus labios se movían, susurrando algo al compás de la música, una letra que solo él conocía.

La escena era tan íntima, tan cargada de un dolor raw que Milena se sintió una intrusa brutal. Dio un paso atrás, aterrada de ser descubierta. Su talón golpeó suavemente la base de una estatua ornamental.




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