El corazón de Milena galopaba contra sus costillas, un tambor frenético que parecía delatarla en el silencio sepulcral del pasillo. Sus pies descalzos apenas rozaban la fría alfombra persa mientras huía, alejándose de aquella puerta entreabierta, de la mirada devastada de Sebastián y del nombre que se había clavado en su mente como un estilete: Julia.
No se atrevió a mirar atrás. Esperaba a cada segundo oír sus pasos, su voz fría y recuperada ordenándole que se detuviera. Pero solo reinaba un silencio pesado, roto por el violento latido en sus oídos. Dobló una esquina y se encontró frente a la puerta de su suite. Con manos temblorosas, giró el picaporte y se coló dentro, apoyando la espalda contra la madera una vez cerrada, como si pudiera contener así la amenaza que se cernía sobre ellas.
Mía dormía plácidamente, ajena al pánico de su madre. Milena se deslizó hasta el suelo, abrazándose las rodillas, intentando calmar la respiración entrecortada. ¿Qué había visto? ¿Quién era Julia? Y esa cuna vacía... ¿una hija? La piezas no encajaban, pero formaban una imagen siniestra. Sebastián no solo escondía a un padre enfermo, escondía una herida abierta, un dolor tan profundo que solo se manifestaba a solas, en la oscuridad, acariciando el fantasma de una cuna.
El acuerdo ya no parecía un simple contrato de compañía. Se sentía como firmar un pacto con un hombre que habitaba dos realidades: la de la fría eficiencia diurna y la de la noche poblada por fantasmas.
La mañana llegó teñida de una luz grisácea que se filtraba por los ventanales. Milena no había pegado ojo. Cada ruido la había sobresaltado, esperando una confrontación que no llegó. Cuando Irene apareció con el desayuno, su rostro era el de siempre, impasible y profesional. Nada en su actitud delataba que supiera algo. ¿Sebastián guardaba su secreto tan celosamente que ni siquiera su eficiente asistente conocía su nocturno desvarío?
Argos fue quien vino a buscarla más tarde.
—El señor Valente solicita su presencia en el jardín de invierno—anunció con su ceremonial flema—. Desea que su padre la acompañe en su paseo matutino.
Milena se vistió con ropa sencilla que encontró en el armario, toda nueva y de su talla exacta. La previsión seguía siendo aterradora. Bajó con Mía en brazos, siguiendo al mayordomo por un nuevo laberinto de pasillos hasta una estructura de cristal y hierro forjado adosada a la mansión.
El jardín de invierno era una explosión de vida controlada y exótica. Orquídeas, helechos gigantes y árboles de cítricos en macetas crecían bajo la cúpula de cristal. Y allí, en un banco de piedra, estaba Luca Valente. Hoy parecía más presente, sus ojos menos nublados. A su lado, Sebastián, impecable en un traje de lino claro, leía el periódico financiero. Parecía el epítome de la normalidad, como si la escena de la noche anterior hubiera sido una alucinación de Milena.
—Ah, la joven —dijo Luca al verlas, esbozando una sonrisa vacilante pero genuina—. Y la pequeña raíz. Buenos días.
Sebastián bajó el periódico. Su mirada se encontró con la de Milena. No había rastro del hombre quebrantado de la nursery. Solo una frialdad perfectamente pulida. Pero en sus ojos, durante una fracción de segundo, Milena creyó ver un destello de advertencia, un muro invisible que le prohibía mencionar lo ocurrido.
—Buenos días, padre. Milena —saludó, su voz neutra—. He pensado que el aire les sentará bien.
El paseo fue surrealista. Luca caminaba lentamente, apoyado en el brazo de Argos, señalando flores y murmurando nombres en latín que recordaba de forma intermitente. Sebastián caminaba a su otro lado, haciendo comentarios triviales sobre el tiempo. Milena seguía con Mía, sintiéndose como una actriz en una obra cuyo guion solo conocían los demás.
Fue entonces cuando Luca se detuvo frente a un rosal trepador de flores oscuras, casi negras.
—Ah, las Rosa "Shadow Queen" —murmuró, tocando un pétalo con reverencia—. Julia las adoraba. Decía que tenían el color de los secretos bien guardados.
Sebastián se tensó de inmediato. Su mandíbula se apretó.
—Padre, no…
—Era su rincón —continuó Luca, perdido en su memoria, ignorando a su hijo—. Se sentaba aquí horas. Leyendo. Soñando. Huyendo de… —Su voz se quebró. Parpadeó, confundido—. ¿Dónde está Julia? ¿Ha venido ya?
La pregunta flotó en el aire húmedo del jardín. Argos miró a Sebastián con preocupación.
—Julia no está, padre —dijo Sebastián, con una voz que intentaba ser calmada pero que tenía un filo de acero—. Se fue. Lo sabes.
Luca lo miró, y por un momento, la niebla se disipó por completo. Sus ojos ancianos reflejaron un dolor lúcido y punzante.
—Nunca me dijiste adónde, Sebastián. Solo que se fue. Y que no debía preguntar más. —Su mirada se desvió hacia Milena, y fue como si por primera vez la viera de verdad, más allá de la fachada—. Tú… tú no eres ella. Pero tienes su… tenías su misma mirada. Asustada.
Milena contuvo la respiración. Sebastián dio un paso al frente, interponiéndose físicamente entre su padre y ella.
—Argos, llévalo dentro. Ha tenido suficiente sol por hoy.
—¡No! —la voz de Luca fue sorprendentemente firme—. ¡Dime la verdad esta vez, Sebastián! ¿Qué le pasó a mi hija? ¿Qué le pasó a Julia?
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Editado: 30.09.2025