Refugio Inesperado

Capítulo 8

El resto del día transcurrió en una calma tensa y artificial. Milena se sintió como un mueble más en la lujosa mansión, observada por los retratos de los Valente que colgaban de las paredes, cuyos ojos parecían seguirla con una mezcla de desdén y advertencia. La orden de Sebastián había sido clara: olvidar. Pero ¿cómo se olvida un nombre que flota en cada esquina silenciosa, en cada mirada elusiva del personal, en el dolor lúcido del patriarca?

La noche volvió a caer, y con ella, la inquietud de Milena se transformó en una determinación temeraria. Sebastián le había prohibido hurgar, lo que solo confirmaba que había algo profundo que hurgar. No podía aceptar vivir en una jaula de oro construida sobre los cimientos de un secreto tan doloroso. Por su seguridad y la de Mía, necesitaba entender.

Esperó hasta que la casa estuvo inmersa en el silencio más absoluto. Mía dormía profundamente. Con el corazón en un puño, deslizó la silla que había junto a la chimenea y la apoyó con sumo cuidado contra la puerta, una barricada precaria pero simbólica contra las intrusiones. No iba a arriesgarse a otra visita nocturna de Sebastián o de su mayordomo espectral.

Luego, se acercó al escritorio antiguo que había en un rincón de su salón privado. Buscó en los cajones. Vacíos, excepto por papel de carta en blanco y sobres con el monograma de la familia Valente: una 'V' entrelazada con lo que parecía una raíz o una serpiente. Nada útil.

Frustrada, se dejó caer en la butaca frente al escritorio. Su mirada recorrió la superficie de caoba pulida... y se detuvo. En el borde inferior, casi oculto, había un pequeño interruptor plateado idéntico al que había visto pulsar a Sebastián en su estudio.

Sin pensarlo dos veces, lo presionó.

Con un suave clic, un panel lateral del escritorio se deslizó hacia adentro, revelando un compartimento secreto poco profundo. Dentro, no había joyas ni documentos financieros. Solo había dos objetos.

El primero era una fotografía desgastada en blanco y negro. En ella, un Luca Valente mucho más joven y sonriente posaba con un brazo alrededor de los hombros de una mujer de belleza etérea y pelo oscuro como la noche, y con el otro, sobre el hombro de un Sebastián adolescente, de rostro aún no tallado por el hielo, que sonreía con una genuina felicidad. Y entre ellos, una niña de unos doce años. Llevaba un vestido claro y reía con la cabeza echada hacia atrás. Tenía los ojos de Sebastián y la sonrisa de su madre. Julia.

Milena sintió un puño en el estómago. Allí estaba. La familia perfecta. La felicidad congelada en el tiempo antes de que algo lo destrozara todo.

El segundo objeto era un sobre de papel fino, amarillento por el tiempo. No tenía nombre. Con dedos que temblaban ligeramente, Milena lo abrió. En su interior había una sola hoja doblada. La letra era elegante, apresurada, trazada con una tinta que se había corrido en un par de sitios, como si hubiera sido escrita bajo la lluvia o entre lágrimas.

"Querido Sebastián"

No me queda más tiempo. Él lo sabe todo. Cree que he traicionado la confianza de la familia, que he puesto en peligro las 'raíces'. No puedo enfrentarme a su furia. No puedo quedarme a ver el desprecio en los ojos de mi propio padre.

Perdóname por irme así. Perdóname por no ser lo suficientemente fuerte. Cuida de papá. Y por favor, cuidate hermanito...

La carta terminaba ahí, abruptamente, como si la escritora hubiera sido interrumpida o no hubiera podido terminar. No había firma. Pero no hacía falta. Milena lo sabía. Era de Julia.

Las piezas empezaron a encajar con un estruendo silencioso que resonó en su mente. "Él lo sabe todo." ¿Sebastián? Tu padre, ¿Era él la furia que ella temía? "Cree que la haz traicionado... las 'raíces'." La misma palabra obsesiva que Luca repetía. "Mi pequeña..." La cuna vacía. Julia no solo había desaparecido. Había tenido un hijo. Una hija.

Milena dejó la carta sobre el escritorio, sintiendo que el suelo se movía bajo sus pies. Sebastián no solo escondía la desaparición de su hermana. Escondía las circunstancias que la habían rodeado. Una acusación de traición. Un bebé del que nunca más se supo. Y él, el hermano mayor, estaba en el centro de todo.

¿Qué había hecho Julia? ¿O qué creía Sebastián que había hecho? ¿Y qué había sido de las dos?

Un ruido en el pasillo la hizo sobresaltar. Rápidamente, guardó la foto y la carta en el compartimento secreto y lo cerró. Apagó la luz de la mesita y se tumbó en el sofá, fingiendo estar dormida, con cada fibra de su ser en alerta.

Los pasos se detuvieron frente a su puerta. No había golpe. Solo el sonido de alguien al otro lado, quieto, escuchando. Durante un minuto eterno, no hubo otro sonido. Luego, los pasos se alejaron, lentos, deliberados.

Milena no necesitaba ver para saber quién era. Argos. El mayordomo que todo lo veía. La memoria andante de los Valente.

Y de repente, lo entendió. Argos no era solo un sirviente. Era el guardián. El vigilante de los secretos. Él había estado allí. Sabía la verdad sobre Julia. Sobre la carta. Sobre la bebé.

Sebastián quería una actriz para calmar a su padre. Pero al traerla a ella, a una extraña con una niña de una edad similar a la que tendría la hija de Julia, había desenterrado el mismo fantasma que quería mantener enterrado. Luca, en su confusión, ya estaba haciendo conexiones peligrosas.




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