Refugio Inesperado

Capítulo 10

El peso de la confesión de Sebastián colgaba en el aire del jardín de invierno, tan denso y opresivo como la humedad que empapaba las hojas de las orquídeas. Milena lo observaba, este hombre destrozado que se había escondido tras una armadura de hielo y que ahora, ante ella, mostraba las grietas por las que se filtraba un dolor de dos décadas.

—Nunca… nunca le dijiste a tu padre tu versión —afirmó Milena, no como una pregunta, sino como la constatación de una tragedia mayor.

Sebastián negó con la cabeza, desviando la mirada hacia las rosas negras.

—¿Para qué? ¿Para que supiera que su hija había traicionado su legado? ¿O para que me culpara a mí por no haber manejado mejor la situación? —Su voz era un hilo de amargura—. En su confusión, a veces me culpa de todos modos. En su lucidez, solo hay un dolor mudo que no necesita palabras. Prefiero eso. Prefiero ser el villano en su historia a ser el verdugo que le confirmó su traición.

De pronto, un sonido inesperado los hizo girar a ambos. Un suave golpeteo en el cristal de la cúpula. Argos estaba allí, en el exterior, con una expresión que Milena no pudo descifrar. Golpeó el cristal con un anillo que llevaba, una vez más, insistiente. No era una interrupción casual. Era una advertencia.

Sebastián frunció el ceño, irritado por la intrusión, pero algo en el rostro de su mayordomo lo hizo callar. Con un gesto, le indicó que entrara.

Argos abrió la puerta de cristal y se dirigió a Sebastián con una urgencia contenida que contrastaba brutalmente con su habitual flema.

—Señor, debe venir. Ahora.

—¿Qué ocurre, Argos? —preguntó Sebastián, recuperando instantáneamente su tono autoritario.

—Es su padre, señor. En el estudio. Está… lúcido. Completamente lúcido. Y está revisando los libros de contabilidad del año de la desaparición de la señorita Julia.

El color se esfumó del rostro de Sebastián. Un puro terror, instantáneo y visceral, lo paralizó por un segundo.

—¿Cómo? ¿Quién se los dio?

—Los encontró él mismo. Dijo… dijo que tenía que "verificar las raíces del invierno". —Argos tragó saliva, algo que Milena nunca le había visto hacer—. Hace preguntas, señor. Preguntas muy específicas.

Sin una palabra más, Sebastián se lanzó hacia la mansión, olvidándose por completo de Milena. Argos lo siguió de cerca. Milena, impulsada por un instinto que le gritaba que el núcleo de todo el misterio estaba a punto de ser expuesto, los siguió corriendo, con Mía aferrándose a su cuello, sobresaltada por el movimiento brusco.

La escena en el estudio era surrealista. Luca Valente estaba sentado en el sillón de su hijo, detrás del monumental escritorio de caoba. Ante él, abiertos, había varios libros contables antiguos, sus páginas llenas de cifras y anotaciones. La postura del anciano era recta, su mirada clara y afilada como un diamante. No había rastro de la niebla que nublaba su mente.

—…y esta transferencia a la cuenta en las Caimán, Sebastián —decía Luca, señalando una línea con un dedo tembloroso pero preciso—. Justo un mes antes de que Julia se fuera. ¿Me explicas qué es?

Sebastián se había detenido en la puerta, petrificado.

—Padre, no deberías estar aquí. Debes descansar.

—¡He descansado durante años mientras mi familia se pudría! —rugió Luca, golpeando el libro con la palma de la mano. El estruendo hizo que todos se estremecieran—. ¡Contéstame! ¿De qué era esa transferencia? Julia no tenía acceso a esas cuentas. Solo tú y yo.

—Era… para una inversión. Un proyecto confidencial —tartamudeó Sebastián, y Milena vio cómo el hombre de negocios implacable se desmoronaba bajo la mirada escrutadora de su padre.

—¿Un proyecto? ¿Como el "proyecto" de desviar fondos para luego culpar a tu propia hermana? —La voz de Luca retumbó en la habitación, cargada de una ira fría y devastadora.

Milena contuvo la respiración. Mía se echó a llorar, asustada por la tensión.

—¿Qué? ¡No! ¡Yo nunca…!

—¡Calles! —ordenó Luca con una autoridad que resonó con el eco del patriarca que una vez fue—. He estado leyendo. He estado recordando. Fragmentos, al principio. Sueños. Pero ahora está claro. Tú viniste a mí. Me dijiste que Julia estaba robando, que tenías pruebas. Yo… yo estaba enfermo, débil. Confié en ti. Te di mi poder notarial para que la confrontaras. —Sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y dolor—. Pero las pruebas eran falsas, ¿verdad? Tú desviaste ese dinero. Tú creaste la trampa para ella. ¿Por qué, Sebastián? ¿Por qué hiciste eso?

Sebastián palideció de tal manera que pareció a punto de desmayarse. Se apoyó contra el marco de la puerta.

—Tú…tú no entendías —logró balbucear—. Ella… ella se iba a ir. Se iba a ir con ese hombre. Iba a abandonarnos, a abandonar todo lo que los Valente representan, por una fantasía. Iba a llevarse a su hija, a tu nieta, a Dios sabe qué vida de miseria. ¡No podía permitirlo!

—¿Y en su lugar le robaste su honor y su nombre? —gritó Luca, levantándose con dificultad—. ¡La acusaste de un delito que no cometió! ¡La forzaste a huir como una criminal! ¡Eres tú el que traicionó las raíces de esta familia!

—¡Lo hice por nosotros! —gritó Sebastián a su vez, desesperado—. ¡Para mantener a la familia unida! ¡Para protegerla!




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