Refugio Inesperado

Capítulo 11

El caos se apoderó de la mansión. El médico de la familia llegó en cuestión de minutos, una figura sombría y eficiente que se encerró en la habitación de Luca con Sebastián y Argos. Milena se quedó en el pasillo, meciendo a Mía, sintiéndose como un espectador en el funeral de una verdad que acababa de nacer. El grito de Luca aún resonaba en sus oídos: "¡Eres tú el que traicionó las raíces de esta familia!"

Las horas se arrastraron. Finalmente, la puerta se abrió y salió el médico, hablando en voz baja con un Sebastián demacrado.

—Es una crisis severa. La conmoción ha sido enorme. Necesita reposo absoluto y silencio. No puedo garantizar… si recuperará la lucidez de nuevo.

Sebastián asintió con la cabeza, un gesto mecánico. Parecía haber envejecido diez años en una hora. Cuando el médico se fue, su mirada se encontró con la de Milena. Ya no había furia, ni frialdad, ni siquiera dolor. Solo un vacío absoluto.

—¿Está satisfecha? —preguntó, con una voz ronca y desprovista de toda emoción—. ¿Ahora conoce la verdad sobre el monstruo que vive en esta casa?

—No fui yo quien la sacó a la luz —respondió Milena, con más lástima que rencor.

—No. Fue él. Después de todos estos años… —Sebastián pasó una mano por su rostro—. Argos la acompañará a sus habitaciones. No salga de allí.

—Sebastián… —Milena dio un paso al frente—. ¿Y Julia? ¿Qué pasó realmente con ella después de que huyera?

Él la miró, y por un momento, pareció que iba a gritarle de nuevo. Pero entonces, su resistencia se quebró por completo.

—¿Cree que no lo intenté?—susurró—. Cuando me di cuenta de la magnitud de mi error… de lo que había hecho… la busqué. Durante años. Pero era como si se hubiera esfumado. El hombre con el que quería irse… también desapareció. Fue como si mi acusación, aunque falsa, hubiera creado una maldición que se los tragó a los dos. Y a la niña.

Esa noche, Milena no podía dormir. La confesión de Sebastián giraba en su mente. "Como si mi acusación los hubiera maldecido." ¿Era posible? ¿O había algo más? Algo que ni siquiera Sebastián, en su culpa, había considerado.

Se levantó, decidida. Sabía que era una locura, pero la necesidad de saber, de encontrar un cabo suelto que le diera sentido a tanta tragedia, era más fuerte que el miedo. Salió de su habitación y se dirigió hacia el ala este, hacia la nursery fantasma. Si había una respuesta, estaría allí.

La habitación estaba igual: polvorienta, silenciosa, con la cuna vacía. Pero esta vez, no estaba desierta.

Argos estaba de pie frente a la cuna, con una vieja muñeca de porcelana en las manos. La sostenía con una ternura que desgarraba. No había oído llegar a Milena.

—¿La recuerda, Argos? —preguntó Milena suavemente, sin querer asustarlo.

El mayordomo se volvió lentamente. No pareció sorprendido. Sus ojos, en la penumbra, brillaban con una humedad que ella nunca le había visto.

—Cómo olvidarla, señorita. Tenía la risa más contagiosa de esta casa. Antes de que… todo se oscureciera.

—Sebastián cree que su acusación los persiguió como una maldición.

Argos dejó la muñeca con cuidado en la cuna.

—El señor Sebastián se aferra a la maldición porque es más fácil que aceptar la verdad.

Milena contuvo la respiración.

—¿Qué verdad?

Argos la miró, y por primera vez, no había lealtad ni distancia en su mirada. Solo una verdad antigua y pesada.

—La señorita Julia no solo huía de la acusación de su hermano. Huía de él.

—¿De su amor?

—No —negó Argos con la cabeza—. Ese fue el cuento que ella le dio a Sebastián, para que no sospechara la verdad. El hombre con el que quería escapar… era el contable personal de Luca. Un hombre que sí tenía acceso a las cuentas. Un hombre que, efectivamente, estaba desviando fondos.

Milena sintió que el suelo cedía bajo sus pies.

—¿Julia se iba con el verdadero ladrón?¿Y Sebastián, sin saberlo, la acusó de un crimen que su cómplice sí estaba cometiendo?

—Sí —confirmó Argos, con amargura—. Julia estaba enamorada de él. Él le había prometido una vida nueva, lejos de la opresión de su familia. Pero cuando Sebastián empezó a acorralarla, su amante se asustó. Temió que Julia, bajo presión, lo delatara.

—¿Qué pasó, Argos? —preguntó Milena, con un nudo en la garganta.

—Esa noche… la noche que ella escribió la carta… yo los oí discutir. Él le dijo que era demasiado peligroso, que tenían que separarse. Julia estaba desesperada. Le rogó que se llevara a ella y a la niña. Él se negó. Dijo que Sebastián nunca dejaría de buscarlos. —Argos hizo una pausa, su voz se quebró—. Entonces, ella lo amenazó. Dijo que si la abandonaba, le contaría todo a su hermano.

Un frío glacial recorrió la espalda de Milena.

—¿Y él…?

—La golpeó —susurró Argos, mirando la cuna vacía, como si reviviera la escena—. Solo una vez. Pero fue suficiente. Yo ayude a Julia a salir de aquí, la lleve lejos de todo esto. No me Perdonó estoy que le hice a Luca y Sebastián.




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