Refugio Inesperado

Capítulo 12

El grito de Sebastián se desgarró en la noche húmeda, un sonido primitivo que pareció agrietar la misma fachada de la mansión Valente.

—"¡Julia! ¡Perdóname! ¡Hermana, perdóname!"

Milena lo observaba, paralizada, desde la puerta francesca que daba al jardín. No era el hombre frío y calculador que había conocido, ni siquiera el rival herido por la verdad de Luca. Era un niño, un alma rota cavando en la tierra con unas manos que ya sangraban, buscando una respuesta, un resto, una absolución que la tierra negra se negaba a dar.

Argos apareció a su lado, silencioso como un espectro, su rostro una máscara de culpa y resignación.

—Debo ir por él —murmuró, pero Milena le puso una mano en el brazo.

—Espere. Déjele este momento. Es lo único real que le queda.

Sebastián se desplomó sobre el fango, sus sollozos convirtiéndose en un jadeo agónico. La lluvia, que había estado amenazando toda la noche, comenzó a caer en gruesas gotas, lavando el lodo de sus manos y mezclándose con sus lágrimas. Era como si la mansión, y ahora la naturaleza misma, lloraran con él.

Milena se arrodilló a su lado, sin importarle la lluvia que empapaba su ropa. No dijo nada. Solo puso una mano en su espalda, sintiendo los espasmos que lo recorrían. Él no la rechazó. Tal vez ni siquiera la sintió.

—Yo amaba a mi hermana —logró decir entre dientes, su voz rota por la tormenta—. La amaba tanto que el pensamiento de que me dejara… de que prefiriera irse con alguien que no la amara me doliera... me enloqueci. Preferí creerla culpable antes que se fuera. La abandone.

—Lo sé —susurró Milena.

—Pero ella… ella solo tenía miedo. Miedo de mí. Y yo… yo le di la razón. La acorralé. La empujé hacia los brazos de un cobarde que… que… —No pudo terminar. La imagen de Julia siendo golpeada, asustada, traicionada por todos, incluido su propio hermano decía amarla, era un veneno que le quemaba las entrañas.

De pronto, se irguió, volviéndose hacia Argos, que seguía en la puerta. Su mirada, antes vacía, ahora ardía con un fuego doloroso.

—Tú —escupió—. Tú que juraste lealtad a esta familia. ¿Cómo pudiste dejarla ir? ¿Cómo pudiste dejarme vivir con esta mentira?

Argos no bajó la mirada. La lluvia empapaba su impecable librea.

—Por la misma razón que usted, señor Sebastián. Por amor. Amor a esta casa, a su padre, a la estabilidad que creíamos representar. Creí que alejarla de aquí, darle una oportunidad en otro lugar, era lo más misericordioso. Fue mi mayor error, y mi cruz. He vivido cada día sabiendo que mi "lealtad" fue la traición más profunda.

—¡Debiste decírmelo! —rugió Sebastián, incorporándose—. ¡Debiste impedírmelo! La trate como una basura, a mi propia hermana.

—¿Y qué habría pasado? —la voz de Milena sonó clara y serena, un contrapunto a la tormenta—. ¿Habrías creído a Argos sobre tu hermana? ¿O el dolor y la rabia pensando que traicionó a la familia, te habrían cegado igual?

La pregunta flotó en el aire cargado. Sebastián la miró, y en sus ojos se reflejó la amarga verdad. No. No habría creído. En su obcecación, habría acusado a Argos de ser cómplice del robo, de estar encubriendo a Julia.

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier confesión. La verdad no solo había liberado; había paralizado. Había dejado al descubierto que no había villanos puros ni ángeles inocentes, solo personas destrozadas por elecciones imposibles.

—Ya no importa —dijo Sebastián, al fin, su voz era solo un eco de lo que fue—. Nada de eso importa. Lo único que importa es… ¿dónde está ella ahora? ¿Vive? ¿Mi sobrina…?

Se volvió hacia Argos, y esta vez no había acusación en su mirada, solo una súplica desesperada.

El mayordomo respiró hondo.

—La llevé lejos, a una ciudad costera. Le di dinero, lo que pude reunir sin levantar sospechas. Le dije… le dije que nunca volviera. Que se construyera una nueva vida. —Hizo una pausa—. Durante los primeros años, recibí postales. Sin remite, por supuesto. Decían que estaban bien, que la niña crecía fuerte. Y luego… luego dejaron de llegar.

—¿No trató de buscarlas? —preguntó Milena.

—Lo intenté, señorita. Una vez. Hace quince años. La dirección que tenía ya no existía. Era como si, finalmente, la maldición de la que hablaba el señor Sebastián se las hubiera tragado. O como si ella, al fin, hubiera conseguido la libertad total, incluso de mí.

Sebastián escuchaba, y una nueva determinación, frágil como el cristal, comenzó a formarse en sus ojos. Se levantó del barro, tambaleante. La lluvia limpiaba la sangre de sus manos.

—Entonces, busquemos —dijo, su voz recuperando un atisbo de la firmeza que Milena recordaba—. No para culpar, no para castigar. Para pedir perdón. Para… para saber el nombre de mi sobrina. Y para que no padre vuelva a ver a Julia y a su nieta.

Miró a Milena, y por primera vez, no la vio como una intrusa, ni como una amenaza, sino como una testigo. Como la persona que, al empujar para descubrir la verdad, les había dado a todos una oportunidad, por dolorosa que fuera, de redención.

—¿Me ayudará, Milena? —preguntó, y la pregunta era sobre mucho más que una búsqueda. Era una petición de absolución, de compañía en las ruinas de su mundo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.