Regalo de Navidad a un Difunto

Primera parte

Llevaba flores a su tumba cada semana desde que aquel accidente en coche que me la arrebató; la angustia amedrentaba mi alma a cada paso que daba sin ella, podía sentirla arrebatadoramente volátil y descomunal, irradiando en mi entorno su esencia pragmática. El olor de su cabello permanecía intacto en mis fosas nasales, el candor de su personalidad fáustica comedía en mis pensamientos cada mañana al despertar y a cada oscurecer en nuestro antiguo lecho.

Sus pertenencias permanecían intactas en los muebles de la casa, aún había cabello de su melena oscura atascada en las tuberías del baño y su ropa cómodamente descansaba en perchas y cajones del buró.

Era evidente que no podía olvidarla, y aunque lo quisiera —que no era cierto—, sabía que nuestro amor había sido épico, y su luz aún irradiaba destellos en mi corazón al pensarla.

Arrastré mis pies por el segundo piso del cementerio, dirigiéndome hacia su cripta familiar y sentí la pesadez de mi cuerpo al acercarme a donde yacía. El sabor salado de las lágrimas se sentía en mis papilas, una opresión en el pecho se había incrustado apenas bajé del coche y continuaba creciendo a cada paso por la acera.

Las imágenes del accidente se hacían presentes invadiendo mis pensamientos, repetitivos, extenuantes. El impacto volteó el coche anterior, su cinturón se desprendió del broche y repentinamente desapareció de mi lado. El pánico no se cernió en mi cuerpo hasta algunos días después cuando, al despertar en el hospital, la noticia de su entierro me fue dada.

Falté a su entierro, a la ceremonia de despedida de su cuerpo; no estuve para brindarle palabras de aliento a sus padres ni para pactar eternamente la promesa entre ambos de amarnos más allá de la muerte. Desperté dos días después del accidente completamente a salvo, pero había algo en mí que faltaba, algo estaba muerto en mi interior y ella se lo había llevado.

Mis pisadas acabaron en su lecho terrenal. El perfume de su manta favorita que yo había colocado sobre su cajón apenas se conservaba. Extraje la botella de su buró esa mañana y la rocié como acostumbraba sobre ella. La tela absorbía cada molécula de esa fragancia, y estaba seguro que ella sonreía a mi alrededor por ese detalle; al igual que mi corazón brincaba extasiado al volver a sentirlo nuevamente.

Deposité las flores a su alrededor y observé las fotos sobre la repisa que había mandado hacer para ella. Su sonrisa resplandecía en cada una de ellas, su energía vital era embriagadora y absorbente, podía fácilmente contagiarme de ella en plenitud. Cerré los ojos, y la sensación de silencio y paz me absolvieron de culpa alguna al menos por algunos segundos, antes de que la creciente angustia que llevaba cargando desde su muerte estallara nuevamente en mi pecho. El dolor era insoportable, el alma nublaba mi respiración y las lágrimas se desprendían con facilidad de mis agotados ojos.

Las palabras quedaban suspendidas en mis cuerdas, sin respuesta y sentía la presión abultándose sobre mí. Las respuestas habían sido acalladas por el proceder del destino, el mártir continuaba desenfundando su filosa espada intercediendo en mi vida; cortando lazos y suministrando su ración diaria de pena.

Para aquellas fechas, el plan de nuestra boda nos mantenía ocupados, las ansias de consumar nuestras votos para ser felices por el resto de nuestras vidas parecía lo único importante en aquellas instancias…hasta el accidente.

Su rostro se contorneó frente a mí con delicadeza y ternura; tomé su fotografía y sonreí acariciando el vidrio que la contenía. Su melena oscura hacía brillar aún más aquellos encantadores ojos avellana. Era preciosa, mágica y leal; y por el corto lapso de tres años había sido toda mía.

—Casi es Navidad, y traeré tu regalo en Nochebuena.

Regresé la fotografía a su sitio y besé la manta que cubría su lecho antes de partir de regreso al vacío de mi vida. Un instante de silencio embargó el cementerio y tan sólo el taconeo de un par de zapatos femeninos logró interrumpirlo con intermitencia. No sentí la necesidad de saber de quién se trataba hasta el instante en que choqué con ella y juntos caímos al césped.

— ¡Ay lo siento tanto! —Se disculpó ella.

—No te preocupes, no iba mirando hacia donde me dirigía —hallé sus ojos observándome con atención mientras la ayudaba a incorporarse otra vez sobre sus zapatos, antes de expresar una mueca de dolor—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí —mordió su labio inferior acariciando su tobillo sin soltar mi brazo—, no… De hecho no, creo que me doblé el tobillo.

— ¿Te duele? Deberías sentarte. ¿Vienes sola? —Busqué a mi alrededor por más personas.

—No he venido con nadie más —la acompañé hacia una banca y finalmente ella soltó mi brazo para sentarse cómodamente. La expresión de dolor no abandonaba su rostro—. No podré caminar por un buen rato.



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En el texto hay: navidad, romance, autosuperacion

Editado: 04.11.2018

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