Reglas para Amar (y Para Romperlas)

Capítulo 1: Lo que el Orden Nunca Previó.

Héctor.

Existe cierta satisfacción casi poética en la planificación meticulosa. Sevilla apareció en mi horizonte como la culminación perfecta de tres años de esfuerzo: publicaciones en revistas especializadas, conferencias internacionales y la persistente búsqueda de una posición que me permitiera desarrollar mi carrera académica en condiciones óptimas. Cuando la Universidad de Sevilla aceptó mi solicitud como profesor titular de Estadística Aplicada, sentí esa peculiar sensación de triunfo que solo experimentamos quienes construimos nuestro futuro paso a paso, calculando cada movimiento.

Mi llegada a la ciudad no podía ser más auspiciosa. El sol de septiembre bañaba las calles con una luz cálida que contrastaba perfectamente con la brisa fresca que movía las copas de los naranjos. Avancé con mi maleta por la Avenida de la Constitución siguiendo el mapa mental que había memorizado durante las últimas semanas. Tres calles a la derecha, una pequeña plaza y ahí estaba: el edificio Atenea, una construcción moderna de seis pisos con fachada minimalista que se alzaba entre dos edificios históricos sin resultar discordante.

Lo observé detenidamente: líneas rectas, ventanas amplias pero discretas, y una entrada principal protegida por un sistema de seguridad digital. Todo en perfecta armonía con lo que había especificado en mi búsqueda de vivienda: moderno, funcional, a exactamente doce minutos caminando de la Facultad de Ciencias. Perfecto.

El portero electrónico funcionó sin problemas y la puerta del vestíbulo se abrió con un zumbido discreto. El ascensor —reluciente y silencioso— me llevó hasta la cuarta planta. Departamento 4B, mi nuevo hogar.

La cerradura cedió con un clic satisfactorio al introducir la llave. Al abrir la puerta, una oleada de satisfacción me invadió al comprobar que la realidad coincidía exactamente con las fotografías que había estudiado: un espacio diáfano de unos sesenta metros cuadrados, con un salón-comedor que se conectaba con una cocina americana equipada con electrodomésticos de acero inoxidable. A la derecha, dos puertas que conducirían, según mis notas, a sendos dormitorios de similar tamaño, y en el centro, otra que correspondería al baño principal.

La luz natural inundaba el espacio a través de ventanales orientados al este, tal como había solicitado específicamente. Perfecto para trabajar por las mañanas sin necesidad de iluminación artificial. Las paredes, pintadas en un blanco impoluto, servirían como lienzo neutral para los estantes que instalaría para mis libros y documentos de investigación.

En ese momento, mientras calculaba mentalmente la disposición exacta de mi escritorio junto a la ventana —permitiéndome trabajar con luz natural, pero sin reflejos en la pantalla del ordenador—, escuché un ruido. Un golpe seco, seguido de lo que parecía una canción tarareada.

El sonido rompió la armonía del momento con una brusquedad que me dejó helado. Por un instante, el golpe seco reverberó en mi mente como una alerta: algo no cuadraba. La melodía tarareada que lo siguió fue aún más desconcertante, como una pieza fuera de lugar en el rompecabezas perfecto que era mi plan.

Me quedé inmóvil, intentando procesar la anomalía. El apartamento debería estar vacío. La inmobiliaria me había asegurado de que sería el primer inquilino tras su renovación.

Con pasos cautos, me acerqué a la puerta de la derecha y giré el pomo lentamente. Lo que vi al abrir la puerta desafió toda lógica y quebró instantáneamente la perfección de mi llegada.

Un joven estaba de espaldas a mí, inclinado sobre una maleta abierta de par en par sobre la cama. El caos en la habitación era un asalto a los sentidos: una explosión de colores y texturas que invadía cada rincón. Camisetas arrugadas colgaban de la lámpara como banderas de un campamento improvisado, y los cables enredados en el suelo parecían buscar activamente el modo de atraparme si me atrevía a dar un paso más. Era como si alguien hubiera intentado encapsular el desorden en una obra de arte contemporáneo... y hubiera fracasado rotundamente.

El intruso debió sentir mi presencia, porque se giró abruptamente. Parpadeé dos veces, casi esperando que la imagen ante mí se desvaneciera como una alucinación. Pero no, ahí estaba: un joven de cabello rubio revuelto y sonrisa amplia, invadiendo mi espacio con una confianza abrumadora. Mi cerebro luchaba por procesar la escena, cada fibra de mi ser gritaba que algo, no, todo, estaba mal.

—¡Hola, compañero de piso! —exclamó con una naturalidad tan aplastante que casi me hizo dudar si el error era mío—. Julián, para servirte. Llegué hace una hora, pero pensé que era de buena educación esperar a conocerte antes de reclamar una habitación. Aunque, bueno, ya me adelanté un poco. Espero que no seas del tipo quisquilloso.

Me quedé paralizado, incapaz de articular palabra. La escena era tan absurda que mi cerebro se negaba a procesarla adecuadamente. Este individuo, este... Julián, había invadido mi apartamento y ahora hablaba de "elegir habitación" como si estuviéramos en algún tipo de residencia universitaria.

—Debe haber un error —logré decir finalmente, ajustándome las gafas en un gesto automático que siempre realizaba cuando me sentía desconcertado—. Este es mi apartamento. Lo alquilé hace tres semanas.

Julián ladeó la cabeza, su sonrisa vacilando apenas un segundo antes de recuperar su intensidad inicial.

—Qué raro —dijo, rascándose la barbilla con aire pensativo—. Yo firmé el contrato la semana pasada. La señora de la inmobiliaria, Carmela creo que se llamaba, me dio las llaves ayer.




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