Julián.
Nunca había conocido a alguien hecho literalmente de horarios y reglas hasta que me encontré compartiendo techo con Héctor Mendoza. El hombre es, básicamente, un reloj suizo con patas que camina por el apartamento con la precisión milimétrica de quien ha ensayado cada movimiento. Después de solo veinticuatro horas de convivencia forzada, puedo confirmar que existe un tipo de persona capaz de cronometrar hasta el tiempo que tarda en lavarse los dientes.
Lo observé anoche desde el sofá mientras preparaba su almuerzo para hoy —sí, preparaba su almuerzo para hoy— guardándolo en un recipiente hermético con una etiqueta que indicaba "Almuerzo - martes - Héctor". Como si acaso alguien más pudiera confundir ese recipiente con ensalada de quinoa perfectamente dispuesta en capas geométricas con su propia comida. O como si hubiera multitudes haciendo fila para robar su preciada quinoa.
Y sin embargo, debajo de toda esa obsesión por el control, hay algo fascinante en Héctor. La forma en que sus ojos se entrecierran ligeramente cuando algo no está en su sitio. Cómo sus dedos, largos y elegantes, recolocan instintivamente cualquier objeto que no esté perfectamente alineado. Es como observar a un científico que ha desarrollado un sistema de organización universal y genuinamente cree que el resto del mundo está equivocado.
Es irritante, sí. Pero también, de algún modo extraño, entrañable.
Me desperté tarde, como siempre. El sol ya estaba alto y se colaba entre las cortinas que había instalado anoche —unas cortinas azules que Héctor observó como si fueran un atentado personal contra su sentido estético. Bostecé, estiré los brazos y me levanté sin molestarme en ponerme nada más que los boxers con los que había dormido. Mi estómago rugía, recordándome que no había cenado anoche por estar organizando mi equipo fotográfico.
Cuando salí al pasillo, inmediatamente escuché el familiar sonido de cubiertos contra porcelana. Héctor estaba en la cocina, sentado frente a un desayuno que parecía sacado de una revista de nutrición: un tazón pequeño con yogur, frutas cortadas en cubos exactamente iguales y lo que parecían semillas espolvoreadas por encima. Junto a él, una taza humeante y varias hojas de papel distribuidas simétricamente sobre la mesa.
Me miró por encima de sus gafas con una expresión que oscilaba entre la sorpresa y el horror. Sus ojos recorrieron brevemente mi torso desnudo antes de regresar rápidamente a sus papeles.
—¿Siempre desayunas desnudo? —preguntó, intentando mantener un tono neutral que no lograba disimular su incomodidad.
—Buenos días a ti también, compañero —respondí, dirigiéndome directamente hacia la cafetera—. Y no estoy desnudo. Llevo ropa interior, que es más de lo que llevaba cuando nací.
Héctor carraspeó suavemente, claramente incómodo con mi respuesta. No pude evitar sonreír.
—Son casi las diez —dijo, como si esa información debiera sorprenderme o avergonzarme—. Llevo despierto desde las seis.
—Te felicito —murmuré, abriendo la alacena en busca de algo que comer—. ¿Has recibido ya tu medalla por madrugar o te la envían por correo?
Vi una caja de cereales en el estante superior y la alcancé sin mirar. Se veía colorida y prometedora.
—Eso es mío —intervino Héctor rápidamente, con el tono urgente de quien ve a alguien a punto de tocar una reliquia familiar.
Miré la caja en mi mano y, efectivamente, tenía una pequeña etiqueta blanca con "Héctor" escrito en una caligrafía perfecta y diminuta.
—¿En serio? —pregunté incrédulo, volteando la caja para examinarla mejor—. ¿Etiquetas tu cereal? ¿También pones tu nombre en cada calcetín, o solo en los de los días pares?
Héctor dejó su cuchara sobre la mesa con un gesto tan meticuloso que casi parecía ensayado.
—El etiquetado es una forma eficiente de evitar confusiones y establecer límites claros —explicó con la paciencia forzada de un profesor ante un alumno particularmente difícil—. No pensé que fuera necesario explicarlo, pero supongo que sí: lo que tiene mi nombre es mío.
Me serví café en una taza que encontré en el escurridor —probablemente también era suya, pero no tenía etiqueta visible, así que decidí que era terreno neutral— y seguí rebuscando entre los estantes.
—¿Sabes qué? —dije, cerrando la alacena y optando por abrir el refrigerador—. Creo que voy a comerme... ¡esto!
Saqué un yogur que, para mi diversión y sorpresa, también tenía una pequeña etiqueta con su nombre. Lo levanté triunfalmente, como quien encuentra un tesoro arqueológico.
—Eso también es mío —dijo Héctor con voz tensa, enderezándose en su silla.
—Ya lo veo —respondí, señalando la etiqueta—. Muy bonita caligrafía, por cierto. ¿Qué pasaría si lo como de todos modos? ¿Se activaría alguna alarma? ¿Vendrían los policías del orden y la etiqueta?
Héctor suspiró profundamente, como juntando toda la paciencia que le quedaba.
—Hay reglas básicas de convivencia, Julián. Respetar las pertenencias ajenas es una de ellas.
—¿Y compartir? ¿No es esa también una regla básica? —pregunté, apoyándome contra la encimera con el yogur aún en la mano—. La generosidad, el espíritu de comunidad...
Editado: 31.05.2025