Reglas para Amar (y Para Romperlas)

Capítulo 5: Lo que Queda Después de un Café.

Héctor.

Despierto exactamente tres minutos antes de que suene la alarma, como todos los días. Es una habilidad que he perfeccionado con los años: mi reloj biológico funciona con la precisión de un metrónomo suizo. Apago la alarma antes de que tenga oportunidad de sonar y me incorporo en la cama. Siete en punto. Perfecto.

Mi rutina matutina es una coreografía inmutable: cinco minutos para estirarme, diez para la ducha (agua caliente durante tres minutos, fría durante dos), ocho para vestirme y quince para el desayuno. Todo cronometrado al segundo para maximizar la eficiencia.

Mientras dispongo meticulosamente los elementos del desayuno —tostadas a la izquierda, fruta cortada en cubos perfectos a la derecha, servilleta doblada en triángulo bajo el tenedor— mi mente repasa la conversación con Valeria de anoche. Sus palabras sobre Julián siguen resonando en mi cabeza con una insistencia molesta.

"Este tipo es exactamente lo contrario a ti... El caos no te hace bien."

Ajusto el ángulo de la taza de café para que quede perfectamente paralela al borde de la mesa. Valeria no entiende que esto es temporal, una situación circunstancial que puedo manejar. Además, ¿quién es ella para determinar lo que me hace bien o no? Llevo toda mi vida construyendo sistemas de orden; puedo soportar un poco de desorden durante unos meses.

El café humea frente a mí, negro y fuerte como me gusta. Lo observo mientras continúo mis cavilaciones, cada vez más centradas en Julián. Es curioso cómo alguien puede ocupar tanto espacio mental sin siquiera estar presente. Su caos se ha vuelto casi tangible, incluso cuando no está en la habitación. Me molesta pensarlo, pero debo admitir que hay algo magnético en su forma de vivir, en esa libertad despreocupada con la que navega por el mundo.

Miro el reloj: 7:31. Tengo una clase a las 8:30 y siempre salgo exactamente 45 minutos antes. Me levanto, dejando el café intacto —otra vez— y recojo todo con precisión milimétrica. Justo cuando estoy a punto de salir, escucho ruidos en la cocina.

—Buenos días, don Puntualidad —la voz ronca de Julián me sorprende. Normalmente a estas horas sigue dormido.

Me giro y lo encuentro frente a la cafetera, despeinado y con una camiseta arrugada que probablemente ha recogido del suelo. Sonríe con esa expresión suya que siempre parece decir "la vida es demasiado corta para tomársela en serio".

—Buenos días —respondo, comprobando la hora en mi reloj—. Voy con prisa.

—Lo sé —dice, y para mi sorpresa, me tiende un termo—. Café para llevar. Fuerte y sin azúcar, como te gusta.

Me quedo momentáneamente paralizado. Este gesto inesperado no encaja en ninguna de las categorías que tengo asignadas a Julián en mi mente.

—¿Cómo sabes cómo me gusta el café? —pregunto, aceptando el termo con cierta desconfianza.

Julián suelta una risa suave.

—Vivo contigo desde hace un mes, Héctor. Y aunque no lo creas, presto atención.

Hay algo en su mirada, una mezcla de diversión y algo más profundo que no logro identificar, que me desconcierta por completo.

—Gracias —murmuro finalmente, sintiéndome extrañamente conmovido por un gesto tan simple.

—No es para tanto —se encoge de hombros—. Ahora vete antes de que te dé un infarto por llegar dos minutos tarde.

Salgo del apartamento con el termo en la mano y una sensación de desconcierto instalada en el pecho. Mientras camino hacia la universidad, intento racionalizar lo ocurrido: es solo café, un gesto de cortesía básica entre compañeros de piso. Nada más. No hay motivo para analizar cada interacción con Julián como si fuera un complejo teorema matemático.

Y sin embargo, a lo largo de toda la mañana, me descubro pensando en ese café y en la sonrisa somnolienta de Julián. En cada pausa entre clases, mi mente vuelve obstinadamente a nuestras conversaciones, a sus provocaciones constantes, a su forma de desafiar mi visión ordenada del mundo.

Durante mi clase de literatura comparada, me encuentro divagando mientras hablo sobre la estructura narrativa en Cortázar. Los estudiantes me miran con extrañeza cuando me detengo a mitad de una frase, perdido en pensamientos sobre por qué demonios me afecta tanto la presencia de alguien que representa todo lo que siempre he evitado.

"Esto es improductivo", me regaño mentalmente mientras regreso a mi explicación sobre "Rayuela". No puedo permitir que mis rutinas mentales se desestabilicen por culpa de un compañero de piso temporal. Julián es un factor contextual en mi vida, nada más. En dos meses, cada uno seguirá su camino y todo volverá a la normalidad.

La tarde transcurre entre clases y tutorías, pero la sensación de inquietud no me abandona. Es como si el caos de Julián se hubiera infiltrado en mi mente metódica, desordenando mis pensamientos cuidadosamente clasificados.

Cuando regreso al apartamento por la noche, me sorprende encontrar a Julián en la cocina, rodeado de ingredientes dispersos por toda la encimera. Hay harina en el suelo, tomates a medio cortar y lo que parece ser una botella de vino tinto abierta.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunto, sintiendo cómo mi presión arterial aumenta al contemplar el desastre.




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