Julián.
Las luces del bar pulsan sobre mi piel como latidos artificiales. La música vibra, no demasiado fuerte como para impedir las conversaciones, pero sí lo suficiente para sentirla en el pecho. Es ese punto perfecto de la noche en que el lugar está lleno sin estar abarrotado, cuando las risas fluyen tan fácilmente como las bebidas. Este es mi elemento: espacios donde las reglas son difusas y lo inesperado es bienvenido.
Marco me ve desde el otro lado del bar y levanta los brazos como si acabara de encontrar a su hijo perdido. Típico de él: todo drama, todo intensidad.
—¡Por fin! —exclama mientras me envuelve en uno de esos abrazos que parecen querer fundir huesos—. Pensé que ibas a dejarme plantado en mi gran noche.
—¿Y perderme la oportunidad de recordarte que tu libro existe gracias a mi recomendación con la editorial? Ni lo sueñes.
Marco ríe y me da un golpe en el hombro, sin ofenderse. Nuestra amistad funciona así: un constante baile de provocaciones afectuosas. Me arrastra hacia un grupo donde reconozco varias caras del mundo de la fotografía. Me integro fácilmente, como siempre hago. Las conversaciones saltan de exposiciones recientes a técnicas de impresión, a chismes sobre quién está trabajando con quién.
Disfruto, río, me sumerjo en el momento. Pero cada tanto, como un glitch en la matriz, la imagen de Héctor se cuela en mi mente. Su mirada cuando me despedí, una mezcla confusa de desaprobación y algo más... ¿interés? ¿preocupación? No logro descifrarlo y me fastidia que me importe.
—Tierra llamando a Julián —la voz de Sofía, una ilustradora que conozco hace años, me devuelve al presente—. ¿Te has enamorado del hielo de tu vaso o qué?
—Perdona, estaba pensando en un proyecto —miento con facilidad.
La noche avanza como un río que se bifurca en corrientes de conversaciones. Marco firma ejemplares, cuenta anécdotas exageradas sobre la creación de su libro, recibe felicitaciones. Poco a poco, el grupo inicial se dispersa. Paula debe ir a recoger a su hijo. Diego tiene un vuelo temprano. Elena arrastra a Carlos a otra fiesta. Es el ciclo natural de estas reuniones: la energía colectiva alcanza su punto máximo y luego se disipa gradualmente.
Y así, sin planearlo, termino solo en la barra. El barman me sirve otro whisky sin que lo pida. Supongo que tengo esa cara, la de alguien que necesita otro trago y tiempo para pensar.
¿Por qué Héctor ocupa tanto espacio en mis pensamientos? Es la persona más estructurada, rígida y aparentemente aburrida que he conocido. En otra vida, en otras circunstancias, ni me habría fijado en alguien así. Pero hay algo en él, algo fascinante en su manera meticulosa de moverse por el mundo, como si cada gesto estuviera cuidadosamente ensayado. Y más intrigante aún es lo que se esconde bajo esa superficie controlada: los momentos en que su fachada se agrieta y asoma algo... ¿qué? ¿Vulnerabilidad? ¿Pasión reprimida?
—¿Está ocupado este asiento?
La voz me saca de mis pensamientos, profunda y segura, con un tono que casi vibra en el aire como una nota bien afinada. Al girar, mis ojos chocan con los suyos; tienen ese brillo que parece contener una mezcla de confianza y desafío. Cuando extiende su mano, su piel cálida y firme genera una corriente que casi me obliga a levantar la mía sin pensarlo.
El dueño de esos ojos es un tipo de unos treinta años, pelo oscuro cuidadosamente despeinado, barba de tres días, y ojos que parecen estudiarme con diversión.
—Depende —respondo, permitiéndome una media sonrisa—. ¿De qué quieres hablar?
Él alza las cejas, sorprendido por mi respuesta directa, y su sonrisa se amplía.
—De cómo el libro de Marco Velázquez no habría sido la mitad de bueno sin tus fotografías de apoyo.
Ahora soy yo el sorprendido. Me estudia un momento, disfrutando de mi reacción.
—Soy Tomás —dice, apoyando su mano en mi hombro—. Trabajo en la editorial. Vi tu nombre en los agradecimientos y luego te reconocí cuando entraste.
—¿Así que me has estado observando toda la noche? —pregunto, con una mezcla de curiosidad y coqueteo.
Pero mientras él sonríe y responde con confianza, mi mente se desvía momentáneamente hacia Héctor. Pienso en cómo habría reaccionado si viera esta escena: ¿con desaprobación? ¿con esa mirada analítica que siempre parece querer clasificar todo? Me sorprende lo rápido que su imagen se cruza en mi mente, y me obligo a volver al presente antes de que Tomás lo note.
—Solo lo suficiente para encontrar el momento adecuado para acercarme.
No puedo evitar sonreír. En otro tiempo, en otra noche como esta, ya estaría planeando cómo terminaría este encuentro. Pero algo se siente diferente. Me encuentro analizando la situación desde fuera, como si estuviera observando una escena que me resulta familiar pero ligeramente alterada.
Tomás pide una copa y sus dedos rozan levemente la barra de madera, como si probara la textura. Cuando habla, su voz tiene un ritmo cadencioso, casi hipnótico, y cada tanto sus gestos son acompañados por una leve inclinación hacia mí, suficiente para sentir el calor de su proximidad sin invadir mi espacio. Su sonrisa, llena de matices, se curva de manera precisa en momentos estratégicos que me hacen querer prestar más atención.
Editado: 31.05.2025