Reglas para Amar (y Para Romperlas)

Capítulo 8: Lo que Nos Da el Descontrol.

Héctor.

El despertador suena exactamente a las 6:30 a.m., como todos los días. No necesito apagarlo de inmediato; prefiero permitir que su sonido constante me incorpore gradualmente a la consciencia. Quince segundos, ni uno más. Luego, extiendo el brazo y presiono el botón con precisión.

Me levanto de la cama y la hago inmediatamente, alisando las sábanas hasta eliminar cualquier arruga. La temperatura del apartamento es perfecta: 22 grados centígrados. Camino hacia el baño siguiendo la secuencia habitual: orinar, lavarme los dientes durante exactamente dos minutos y cuarenta y cinco segundos (el tiempo recomendado por mi odontólogo), ducharme siguiendo el orden establecido (cabello, cara, torso, brazos, piernas), y finalmente, afeitarme con movimientos uniformes.

La ropa ya está seleccionada desde la noche anterior: camisa azul Oxford, pantalones chinos beige, calcetines a juego. Me visto metódicamente, cada botón asegurado con la misma presión. El reloj marca las 6:55 a.m. Perfecto, estoy dos minutos adelantado a mi programación mental.

Camino hacia la cocina para preparar mi desayuno. Café negro amargo, dos tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón aplicada uniformemente, y media manzana cortada en ocho trozos iguales. Es un ritual reconfortante que me prepara mentalmente para...

Me detengo en seco. Hay alguien en mi cocina.

Un hombre desconocido se encuentra apoyado contra la encimera, vestido únicamente con unos bóxers negros, bebiendo directamente de mi taza favorita. La número 3 de mi colección, para ser exactos: blanca con un borde azul sutil. La única que utilizo los miércoles.

Mi cerebro procesa la escena con lentitud inusual. Por un instante, la indignación pura, algo caliente e incontrolable, me golpea el pecho como una descarga eléctrica. Es como si las neuronas, acostumbradas a patrones predecibles, necesitaran tiempo adicional para asimilar este cambio.

—Buenos días —dice el intruso con una naturalidad desconcertante, como si su presencia semidesnuda en mi cocina fuera lo más normal del mundo.

Siento cómo mi presión arterial aumenta. Puedo prácticamente visualizar los vasos sanguíneos dilatándose en mi cerebro.

—¿Quién eres tú y qué haces en mi cocina? —pregunto, manteniendo un tono controlado que no refleja el caos interno que estoy experimentando.

—Soy Tomás —responde, extendiendo una mano que ignoro deliberadamente—. Amigo de Julián.

Amigo. El eufemismo me resulta irritante por su simpleza e inexactitud. El hombre, que se presenta como Tomás, tiene una postura que parece diseñada para ocupar espacio: relajada, confiada, casi invasiva. Su voz tiene un tono despreocupado que contrasta con la tensión que siento en cada fibra de mi cuerpo. Incluso el aire parece diferente, como si su presencia hubiera alterado la química del espacio.

—¿Y consideras apropiado pasearte semidesnudo por un espacio común sin autorización previa?

Tomás parece genuinamente sorprendido por mi pregunta.

—Lo siento, no pensé que sería un problema. Julián me dijo que...

En ese preciso momento, como invocado por la mención de su nombre, Julián aparece en la cocina. También en ropa interior. La escena ahora es completamente surrealista: dos hombres casi desnudos en mi cocina inmaculada.

—Hey, Héctor —saluda Julián con esa sonrisa despreocupada que siempre parece tener preparada—. Veo que ya conociste a Tomás.

— No, no lo he “conocido”—replico, enfatizando la última palabra con evidente desdén. Aunque lo digo con firmeza, no puedo ignorar el leve malestar en mi pecho, una sensación incómoda que no logro categorizar del todo —. Simplemente me lo he encontrado invadiendo mi espacio personal.

Julián suspira y le hace un gesto a Tomás.

—¿Me esperas en la habitación un momento? Necesito hablar con mi compañero de piso.

Tomás asiente, me dirige una sonrisa incómoda y sale de la cocina, llevándose mi taza. Mi taza de los martes.

Una vez solos, Julián cruza los brazos sobre su pecho desnudo. Noto que intenta adoptar una expresión seria, pero sus ojos todavía mantienen ese brillo irreverente.

—Mira, sé que esto rompe la regla número... ¿cuál era? ¿La cinco? ¿No traer invitados sin aviso previo de 24 horas?

—Regla seis —corrijo automáticamente—. Y también estás violando la regla tres sobre el uso adecuado de los espacios comunes.

—Lo siento, ¿de acuerdo? Fue algo improvisado y no quise despertarte a las tres de la mañana para pedirte permiso.

No respondo. Simplemente lo rodeo y comienzo a preparar mi café en silencio, ignorando deliberadamente su presencia. Puedo sentir su mirada en mi espalda.

—¿En serio me vas a aplicar la ley del hielo? —pregunta con incredulidad—. ¿Qué tienes, doce años?

—Tengo un horario que cumplir y normas claras que esperaba fueran respetadas —respondo sin voltear a mirarlo—. No tengo tiempo para discutir sobre tu evidente falta de consideración.

Julián suelta un suspiro exagerado.

—Ok, como quieras. Tomás se irá después del desayuno.




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