Regresar a Casa

CAPÍTULO 1

Hubo un tiempo en que no dudaba. No preguntaba por qué, ni para qué. Vivía, simplemente, con la certeza de que Dios estaba cerca, tan cerca como mi respiración. Era una niña entonces, y todo me parecía sencillo. La fe no era una elección: era parte de mi forma de estar en el mundo, como si hubiera nacido con ella cosida al alma.

Recuerdo las mañanas de domingo. Mi madre despertándome con suavidad, su voz como un canto tibio: "Levántate, vamos a la iglesia". Yo abría los ojos sabiendo que ese día era especial. Me ponía mi vestido favorito, uno blanco con florecitas azules. Caminábamos juntas, a veces tomadas de la mano, y yo sentía que el sol brillaba distinto los domingos. El aire olía a pan y tierra mojada. A Dios.

No sabía explicar por qué, pero en ese pequeño templo sentía que todo tenía sentido. Cantaba con fuerza aunque no supiera bien la letra, levantaba las manos aunque nadie me lo pidiera. Cerraba los ojos y hablaba con Él como si fuera mi mejor amigo. "Gracias por mi perro, por el desayuno, por mi mamá, por estar aquí conmigo", decía en silencio. Y sentía que Él respondía. No con palabras, sino con paz.

Mi Biblia era rosada, con dibujos de animales del arca de Noé. La leíamos en las noches, cuando mi mamá ya se había quitado los zapatos y se sentaba en la orilla de mi cama. "Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia", leía ella, y yo me acurrucaba bajo las cobijas como si esas palabras fueran una manta invisible. Me dormía con el corazón tranquilo, convencida de que nada malo podía tocarme.

Había algo puro en esos años. No porque todo fuera perfecto, sino porque yo no sabía que podía romperse. Tenía una confianza natural, una forma de ver la vida con ojos limpios. Si alguien se enojaba, rezaba por él. Si me sentía triste, le hablaba a Dios. Nada era demasiado grande para Él. Nada estaba fuera de su alcance.

Una vez, perdimos el autobús para visitar a mis abuelos. Me senté en la banqueta con mi mochila en las piernas y lloré. Mi mamá estaba frustrada, pero yo cerré los ojos y dije: "Jesús, por favor, haz que venga otro". Y vino. Un vecino pasó en su coche y nos llevó. Mi mamá dijo que era una coincidencia. Yo supe que no lo era.

Cantaba mientras lavaba los platos. Pequeños himnos que aprendí en la iglesia. "Cristo me ama, bien lo sé, su palabra me hace ver...". Me acompañaban como si fueran parte de mi propia voz. Cada nota era una declaración de pertenencia: soy tuya, Dios, y tú eres mío.

Nunca me sentí sola en esos días. Incluso cuando mis padres discutían, incluso cuando había poco dinero o la casa se sentía tensa, yo me aferraba a esa presencia silenciosa que llenaba los vacíos. A veces me arrodillaba en mi cuarto, sin saber bien qué decir, solo para estar con Él. Como quien visita a un amigo sin motivo.

Y él siempre estaba. No puedo probarlo. No puedo convencer a nadie. Pero yo lo sabía.

Había una colina cerca de casa. Subía allí cuando quería estar a solas. Me sentaba en la hierba y miraba el cielo hasta que se llenaba de estrellas. En esos momentos, me sentía parte de algo eterno. Como si Dios respirara conmigo. Como si el mundo tuviera un corazón que latía al mismo ritmo que el mío.

Es difícil explicar esa paz a quien no la ha sentido. No era una vida perfecta. Pero era una vida llena. Llena de Dios. Llena de fe.

Yo hablaba con Dios como quien habla con su papá. A veces, incluso más fácil. Él no se enojaba, no me gritaba, no me decía que estaba ocupada. Siempre tenía tiempo para mí. Me sentaba en el borde de la cama, con los pies colgando, y le contaba todo. Cosas tontas, como que no me gustaba la tarea de matemáticas, o que quería que mi amiga Valeria me invitara a su cumpleaños.

A veces escribía cartas. No sé por qué. Me gustaba pensar que, aunque Dios ya lo supiera todo, quería escucharlo de mi puño y letra. Recuerdo una carta que escribí cuando tenía siete años:

"Querido Dios, hoy estuve triste porque no gané en el juego de la escuela. Pero no importa. Gracias porque tengo a mi abuelita y porque mañana hay sopa de fideos. Te quiero mucho. No dejes que mi gato se escape. Amén."

La dejaba bajo mi almohada. Como si fuera una entrega especial al cielo. Me dormía imaginando a un ángel recogiendo el papel y llevándolo directo a sus manos. No sé si eso pasa. Pero en mi corazón, era real.

Una vez oré para que mi papá no se fuera de casa. Lo escuché decir que estaba harto. Mi mamá lloraba en la cocina. Me encerré en el baño, cerré la tapa del inodoro y me arrodillé ahí mismo. "Dios, no dejes que se vaya. Por favor. Tú puedes hacer que se quede." Esa noche, él no se fue. No sé si fue mi oración o el miedo de mi mamá. Pero yo lo sentí como un milagro.

Oraba en voz baja antes de dormir, como si tuviera una línea directa. Me gustaba decirle cosas como: "¿Tú también te dormiste, Dios? Porque yo estoy con sueño." Y me imaginaba su sonrisa. No había miedo en mi relación con Él. Solo confianza. Solo amor.

Cada canción, cada historia bíblica que escuchaba, se volvía parte de mi mundo. Me aprendí de memoria el Salmo 23 y lo recitaba cuando me sentía sola en la escuela. "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo." Era más que un versículo. Era mi escudo.



#1906 en Otros
#34 en No ficción
#392 en Joven Adulto

En el texto hay: vidareal, dios, testimonio

Editado: 21.06.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.