Regresar a Casa

CAPITULO 5: Una chispa

Llegué a ese punto donde uno deja de esperar. Ni bien, ni mal. Solo... nada. Vivía. Me despertaba. Comía. Me arreglaba. Iba. Venía. Y eso era todo.

No me preguntaba por el sentido de las cosas. Me había resignado a que la vida era eso: respirar, moverse, distraerse, dormir. Repetir.

No sentía odio hacia Dios. Tampoco amor. Ni siquiera indiferencia. Era como si hubiera borrado esa parte de mí. Como si me hubiera amputado el alma, y ya no doliera.
Tenía amigos. Salía. Sonreía. Subía historias con filtros que tapaban el cansancio. Nadie sospechaba. Yo era funcional. Yo era “normal”.

Pero por dentro, vivía apagada. Apagada y anestesiada.
No era una crisis. Era una rutina vacía. Me había acostumbrado a vivir así. Como quien aprende a caminar cojo y ya ni lo nota. Como quien se convence de que no necesita sentir para sobrevivir.

Así estaba. Cuando pasó lo que nunca imaginé. No un milagro. No una voz del cielo. Solo... algo. Algo pequeño. Algo mínimo. Pero suficiente para hacerme temblar por dentro.

Estaba en una tienda cualquiera. De esas que ponen música de fondo mientras uno revisa ropa que no piensa comprar. Yo solo había entrado para matar tiempo. No buscaba nada. No sentía nada.

Y entonces empezó a sonar una canción. No sé por qué la reconocí al instante. Era una vieja canción cristiana. De esas que cantaba de niña en la iglesia. Una voz suave, sincera:
“Dios ha sido bueno... Dios ha sido fiel...”
Me congelé.

No fue la letra. No fue la melodía. Fue algo más profundo. Como si alguien me hubiera empujado el alma desde adentro. Sentí un nudo en la garganta. Una lágrima queriendo salir sin permiso. Una memoria demasiado viva para ignorarla.

Recordé a mi abuela cantándola. A mí, con las manos levantadas. A mi cuarto en penumbra, orando de rodillas. A una fe que me abrazaba.
Quise ignorarlo. Seguí caminando por los pasillos. Fingí que nada pasaba. Pero algo dentro de mí se había movido. No fue emoción. Fue presencia.
Y por primera vez en mucho tiempo... recordé cómo se sentía Dios.

No hablé. No oré. No dije nada. Pero el corazón me latía distinto. Como si algo dormido hubiera despertado. Como si una chispa se hubiera encendido en medio de mis ruinas.

No entendí lo que pasó. No quise analizarlo. Pero esa noche, al llegar a casa, me quedé en silencio unos segundos más de lo normal. Y susurré, sin pensarlo:

“¿Eres tú?”

“No sé si era Dios. Pero por un momento, volví a ser aquella niña que creía que todo iba a estar bien.”

Quise ignorarlo

Quise ignorarlo. De verdad lo intenté. Me repetí que era solo nostalgia, que fue un momento emocional, una coincidencia cualquiera. Me reí sola: “¿Ahora voy a creer que Dios me pone canciones en la tienda?”
Me burlé de mí misma para protegerme.
Porque si reconocía que era Él, entonces tenía que aceptar que aún lo necesitaba. Que aún lo buscaba. Que aún lo amaba.
Y eso me aterraba.

Era más fácil quedarme en el cinismo. En la rutina. En el “todo me da igual”. Porque volver a sentir era volver a ser vulnerable. Y ya me había dolido demasiado creer.
Así que lo tapé. Salí con amigos. Me distraje más. Hablé más fuerte. Puse más ruido. Más redes. Más risas. Más excusas.

Pero algo en mí ya no estaba igual. Había una grieta. Y por esa grieta entraba luz.
Luz pequeña. Terca. Persistente.
La voz en mi interior volvió. Más clara esta vez. No decía mucho. Solo una frase que se repetía como eco:
“Todavía estás a tiempo.”

La ignoré. Pero no se fue.
Y yo, sin saber cómo, empecé a mirar distinto. A recordar. A desear. A temer.
Porque sabía que si seguía escuchando esa voz... no iba a poder seguir siendo la misma.

no iba a poder seguir siendo la misma

Primero fue la canción. Después, un mensaje inesperado de alguien del pasado: “Soñé contigo anoche. No sé por qué, pero sentí que debía decirte que Dios no se ha olvidado de ti.”
No respondí. Pero lo leí diez veces.

Luego, una invitación a un café con una vieja amiga de la iglesia. Alguien con quien hacía años no hablaba. Fue casual, según ella. Para mí, fue como un recordatorio de que aún existía otra vida, otro mundo. Uno que yo había cerrado.

Durante la conversación, no hablamos mucho de fe. Pero sus ojos brillaban con algo que me incomodaba. Con una paz que me faltaba. Y eso me dolió más que cualquier sermón.
Después, una madrugada de insomnio, me apareció en el feed un video con el título: “Para los que creen que ya no hay esperanza”. Lo vi. Lloré. Cerré el celular.



#3109 en Otros
#183 en No ficción
#917 en Joven Adulto

En el texto hay: vidareal, dios, testimonio

Editado: 06.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.