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Capítulo 8: Encontré a Dios donde menos lo esperaba

No era una iglesia. No era un retiro espiritual. No había música suave, ni prédicas, ni versículos colgados en la pared.

Era una sala de espera.

La luz era blanca, cruda. Olía a desinfectante. La televisión del fondo pasaba noticias viejas en volumen bajo. Personas al rededor con rostros cansados, algunos con miedo, otros con resignación. Y yo, con un nudo en el estómago, esperando el nombre que no quería oír.

Había acompañado a alguien, pero me sentía más rota que quien estaba enfermo. No sé por qué, pero ese lugar me golpeó distinto. Tal vez porque ahí no podía distraerme. No había redes sociales que me anestesiaran. No podía hablar fuerte. Solo sentarme y esperar.

Y fue justo ahí, en ese lugar tan impersonal, que me quebré por dentro.

Me vi reflejada en todos los que esperaban. Cargados. Vacíos. Con miedo. Y me di cuenta de que yo también estaba esperando algo. Una respuesta. Un milagro. Una señal. Algo que le diera sentido a tanto silencio.

No tenía Biblia en la mano. No había orado esa mañana. No había buscado ese momento. Pero Él llegó igual.

Y lo sentí. Como un susurro en medio del ruido. Como una voz sin palabras que me envolvía sin pedir permiso.

Dios no estaba en el templo. Estaba en la sala de espera.

Y lo supe sin duda.

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No lo estaba buscando. No estaba pensando en Él. Mi mente estaba ocupada con la preocupación, con el miedo, con la incertidumbre.

Pero fue ahí, mientras miraba a la nada, que algo en mi interior se estremeció. Como si alguien me tocara el hombro desde dentro. No hubo una frase. No hubo un mensaje. Solo un pensamiento claro, directo, imposible de ignorar:

“Yo también estoy aquí.”

Y fue como si el aire cambiara. Como si la sala se volviera menos fría. Como si por un segundo, el tiempo se detuviera.

No me moví. No reaccioné externamente. Pero por dentro, algo se quebró y se reconstruyó al mismo tiempo. Sentí un calor detrás del esternón. No físico, sino espiritual. Un recordatorio silencioso de que no estaba sola. De que nunca lo había estado.

No lo estaba buscando. Pero Él me encontró. No con ruido. No con espectáculo. Sino con presencia.

Una presencia que abrazaba. Que no exigía nada. Que no pedía explicación. Que no llegaba a juzgar, sino a acompañar.

Y fue suficiente para respirar distinto. Para parpadear más lento. Para saber, sin dudas, que Dios sabe encontrarte en los lugares donde ya no lo estás esperando.

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No fue una emoción. No fue un pensamiento bonito para consolarme. No fue sugestión. Fue Dios.

Lo reconocí. Como cuando alguien que conoces bien te llama por tu nombre entre una multitud. Como cuando una melodía vieja vuelve a sonar y, aunque no recuerdes la letra completa, sabes que la has cantado mil veces.

Era Él. No tenía cuerpo. No tenía forma. Pero tenía peso. Tenía verdad.

Sentí que me hablaba sin hablar. Como si mi espíritu entendiera algo que mi mente aún no alcanzaba. Y lo supe: era la misma voz que me hablaba cuando era niña. La misma presencia que me abrazaba cuando oraba con inocencia. La misma ternura que había olvidado… pero que no me había olvidado a mí.

No fue dramatismo. Fue certeza. Una certeza callada, profunda, imposible de fabricar.

Y por eso lloré. No de tristeza. Si no de reencuentro.

Porque entendí que aunque yo me hubiera alejado, aunque hubiera dudado, aunque hubiera negado todo… esa voz seguía siendo mi casa.

Y al escucharla, supe que ya no estaba perdida.

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No hubo incienso. No hubo cantos. Nadie impuso manos. Pero esa sala de espera… se convirtió en altar.

No por el lugar en sí, sino por lo que pasó en mí. Porque Dios no necesita templos para manifestarse. Solo necesita un corazón dispuesto. Una grieta abierta por donde entrar.

Esa mañana, ese rincón frío, incómodo y olvidado, se volvió sagrado. Porque allí entendí algo que no había entendido ni en los cultos, ni en las prédicas, ni en los retiros:



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En el texto hay: vidareal, dios, testimonio

Editado: 08.08.2025

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