Reina de bravíos

CAPÍTULO SIETE.

Una de las cosas que más le molestaba al mayor de los hermanos Mitchell era el no saber cómo lidiar con sus sentimientos. La mayoría de las personas asimilaban que, por perder su físico humano, también se habían ido sus emociones. Era como si simplemente se dejaran guiar por lo que veían, un tipo alto y fuerte, que parecía casi indestructible. Nadie sabía que su interior, era igual que una hoja de papel rasgada, que cada día se rompía un poco más. Sentía tanto, que las últimas semanas se estaban volviendo demasiado pesadas.

Estaba tan asustado, lo suficiente para que incluso le doliera respirar. Cerró los ojos un par de segundos y caminó hacia uno de los largos espejos del centro de investigación, lentamente despegó sus párpados y miró lo que tanto despreciaba, su imagen. La parte de él que más odiaba.

Aún lucía como un monstruo, pero tenía la ligera esperanza de que después de su cuarta sesión de tratamiento, el antídoto que la Doctora Lyra había creado sirviera. Después de todo, sus tentáculos se habían hecho más pequeños y su voz ahora sonaba humana. Quizás esta vez se transformaría por completo.

A excepción de Nara, la Doctora Lyra era la persona más inteligente con la que se había topado. La joven, de singular cabello azul, trabajaba duro para hallar la manera de regresar al hermano mayor de Egan a su forma natural. Había estado estudiando a los theriones mucho antes de que alguno de ellos llegara a esa parte del Sur. Desde que era adolescente admiraba el trabajo de Nara, aunque también le temía, pues su creación había afectado a mucha gente.

Todos estaban ansiosos por que funcionara. Pero a Deo lo atormentaba la idea de que, aun volviendo a lucir como un humano, no pudiera superar todas las atrocidades que había hecho. Nada podía justificar sus errores, aunque sus manos se hicieran más pequeñas, siempre estarían manchadas de sangre y eso no lo hacía sentir digno de otra oportunidad.

No sabía que lo aterraba más. Si la idea de que la fórmula no funcionara o el hecho de que lo hiciera y que, aunque volviera a ser humano, se siguiera sintiendo como una aberración.

Soltó un suspiro de resignación y volvió a la sala de espera junto a su familia. Todos aguardaban ansiosos a que la joven doctora apareciera. Su padre leía una de las revistas más recientes que el sitio médico había sacado, mientras tanto Egan jugaba con su daga sin mucho interés. Deo sabía que su hermano estaba más malhumorado de lo usual, le frustraba la manera en la que habían resultado las cosas al abandonar la Ciudad Central. Ya ni siquiera se esforzaba por no verse ansioso o dolido. El mayor era consciente de que, aunque una parte del rubio se había quedado atrás, los sentimientos desarrollados por cierta chica pelirroja, aún lo seguían.

A pesar de lo mal que la habían pasado con Nerón, todos echaban de menos una parte del pasado. Deo estaba feliz de que su padre ahora fuera libre y pudiera vivir tranquilo el resto de sus días. También lo hacía sentir mejor que Egan ya no tuviera que arriesgar su vida y que se hubiera librado del uniforme dorado que tanto odiaba, pero ninguno de los tres podían sentir la alegría de una verdadera victoria.

Era como si solo estuvieran tomando un descanso. Deo presentía que aún había cosas por resolver, pero deseaba equivocarse. Quería que su única preocupación fuera algo tan banal como el amor.

Si la Doctora Lyra lograba curarlo, finalmente podría sentir que merecía el afecto de alguien. Qué no estaba siendo un enfermo al enamorarse de una persona, o que no era una locura querer y anhelar a alguien como Marina, quien era la única que no lo había visto como un monstruo.

Deo se despidió de sus acompañantes, en cuanto la doctora lo hizo pasar a la habitación. Lo recibió con un saludo y le preguntó si había una mejora, si algo más en su aspecto le resultaba diferente, pero el therión se negó. El más grande se acostó en la larga camilla, observó a su alrededor mientras Lyra, preparaba una nueva inyección de aquel líquido morado que tanto le causaba molestias al entrar en su sistema. Miró el cuadro sobre el escritorio, donde aparecía la familia de la doctora, el aparato que medía su ritmo cardiaco, todos los instrumentos médicos que Lyra tenía perfectamente ordenados en un extraño cajón y el verde menta de las paredes. Se sentía inquieto.

Un par de correas de acero sujetaron sus brazos y piernas para evitar que se hiciera daño o a ella. El proceso era difícil de observar, por eso prefería que Egan y su padre permanecieran en la sala de espera. Lyra le preguntó si estaba listo y él asintió. Una larga aguja penetró la piel de su cuello, el área de ese lugar empezó a sentirse demasiado caliente, la cabeza comenzó a palpitarle y sintió como si sus huesos estuvieran a punto de romperse. Intentaba no gritar, pero le era imposible. Por suerte, el cuarto era a prueba de sonido, o sus lamentos habrían alarmado a su hermano.

Notaba cómo se debilitaba, los párpados le pesaban y el sudor le empapaba todo el cuerpo. Rápidamente, comenzó a desvariar, odiaba esa parte, pues muchas cosas que quería retener en el pasado, volvían a posarse en su cabeza.

Apretó los ojos con fuerza y al abrirlos ya se encontraba en otro lugar. Su antigua casa, aquella donde creció, caminó por el lugar y pronto reconoció su habitación. Se miró frente al espejo y el miedo lo embargó, era el recuerdo de la primera vez que se vio siendo un therión. Podía sentir el miedo de aquel niño de 7 años al ver su nueva imagen, lo grotesco de su rostro y lo largo de su cuerpo.

Las lágrimas en sus mejillas se sentían reales, al igual que el dolor en su pecho, como si de pronto un puño enorme lo estuviera hundiendo. Hizo su mayor esfuerzo por alejarse de ese recuerdo, pero el siguiente fue aún peor; sus manos manchadas de sangre lo hicieron querer vomitar. Uno de los soldados dorados tenía el estómago destrozado, sus ojos mostraban horror. Fue la primera vez que Deo había asesinado. La primera vez que perdió el control y arrebató una vida que no le pertenecía.




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