Reina de Sangre - Escalera Real ll

I: Anastasia

¡Es un idiota! —exclamó Anastasia, ardiendo de furia.

Ace soltó una forzosa y amarga carcajada. Parecía divertirse con la reacción de ella, pero a la vez se mostraba un poco harto. Como si hubieran pasado por esa discusión en reiteradas ocasiones.

—¡No me extraña que lo apoyes! ¡Todos ustedes son iguales! ¡Cerdos y asquerosos! —lo acusó.

—¿Qué quieres que te diga? —quiso saber el hombre de un solo ojo, llevándose una tostada a la boca, con tres bocados se la terminó y bebió un vaso de jugo de naranja para humedecer la garganta.

—¡Baboso! Eso eres. Un baboso —afirmó.

—¿Por qué en vez de gastar energías conmigo, no le comentas tus molestias a Jack? —sugirió.

—Claro..., sí..., cómo no lo pensé antes —dijo con sarcasmo—. Así le doy más motivos a esa bruja enana para burlarse de mí, ¿verdad?

—No entiendo tu enojo. Tú también has estado con algunos hombres durante el año pasado —le recordó.

—Lo hice porque él lo hizo —replicó.

—Claro, claro. Así que fue por rencor. Por celos.

—¿Celos? ¿Yo? Que haga lo que quiera —afirmó, con disgusto.

De repente se formó un silencio que, luego de varios segundos, fue llenado por un ruido similar al de muebles moviéndose.

Anastasia soltó un gruñido en señal de desprecio.

—Al menos podrían hacerlo en otra parte —comentó.

—Debo recordarte que tú también...

—Sí, sí — lo interrumpió—. También traje hombres a la casa.

—Es tan tuya como de él —añadió, recordándole algo que parecía haber olvidado.

La Casa Clover por fin había sido reconstruida. Después de invertir mucho dinero, sudor y esfuerzo, la familia había logrado comprar la manzana alrededor de la librería y rehacerla. De esa forma, Jack, pero mayormente otros miembros de la familia, podían trabajar en la librería y vivir muy cerca de ella, juntos. Además, servía como una buena tapadera para sus otras… no tan regulares actividades. Algunos, sin embargo, habían conseguido otros empleos en la jefatura de policía, el hospital, en algún comercio e incluso en negocios ilícitos como el contrabando de alcohol. Era necesario mantener las apariencias, aunque eso implicara ser parte del bajo mundo.

—Lo sé, lo sé —admitió—. Deberías dejar de ser un viejo gruñón y ponerte de mí lado de vez en cuando —propuso.

—¡Excelente idea! Empiecen por comportarse como los adultos que son y no como unos niños malcriados, y yo dejaré de ser un gruñón — contestó Ace.

Anastasia le envió una mirada asesina en respuesta, pero como por dentro sabía que él tenía razón, tomó una tostada y se la llevó a la boca. No tenía hambre y tampoco ganas de reconocer su error. Eligió la comida.

Horas más tarde, Jack se les unió. Detrás de él caminaba una muchacha de baja estatura y pelo castaño, con no más prendas que una de las camisas de Jack, trasluciendo su desnudez. También iba descalza, pero no se debía a su desnudo. Ella prefería andar así la mayor parte del tiempo.

—¡Tostadas! —exclamó Limbo con alegría.

Anastasia odiaba esa falsa inocencia que mostraba. Era uno de los seres más poderosos que conocía y se comportaba como una simple chica delicada. Era una manipuladora.

—No te las recomiendo —dijo Ace, que había pasado a jugar con un juego de cartas con Anastasia, dos jóvenes más y una mujer de unos cuarenta años—, están un poco frías. Dentro de poco prepararé el almuerzo. Hoy comeremos estofado —anunció.

—¿Tan tarde es? —preguntó Jack.

—Claro que sí. Y tú también podrías ponerte a hacer algo útil, estuviste toda la mañana jugueteando —se quejó Anastasia.

—¿Qué te pasa? —quiso saber.

—Nada me pasa. Nada. —Arrojó las cartas encima de la mesa, se apartó de manera brusca haciendo chillar la silla contra el suelo y se dispuso a marcharse. Jack la detuvo.

—¿A dónde vas? —preguntó, curioso y preocupado.

—Voy a dar una vuelta —respondió.

—¿Con la nieve que hay?

—Me gusta el frío —contestó desganada

—Déjala irse —susurró Limbo.

Ella la escuchó y la miró con una ira aplastante. Se guardó lo que quería decirle y partió por el pasillo que daba a la entrada desde la calle. Por el camino se cruzó con Reynold que salía de una habitación, pero no lo saludó. Cerca de la puerta, tomó su abrigo de una percha y un paraguas. Salió y cerró, detrás de sí, la puerta con tal fuerza que algo de la nieve del techo cayó cerca de sus pies y encima del paraguas que abrió en el momento justo.

Era el diecisiete de noviembre de mil novecientos veintinueve y lo más probable es que Twist City estuviera sufriendo uno de los inviernos más fríos que hubiera existido jamás. Los automóviles normales apenas podían transitar debido a la espesura de la nieve. Incluso muchos dejaron de funcionar. Los motores no encendían. La gente, en su mayoría, se movía a pie. Aunque tuvieran que recorrer enormes distancias. Intentaron montar caballos, como era habitual antes de la creación de los automóviles, pero muchos murieron a causa de las intensas heladas, por lo que se decidió no someter más animales a esa clase sufrimiento. Solo aquellos que trabajaban en empresas de renombre tenían el privilegio de moverse en camiones proporcionados por estas mismas. Eran como barredoras gigantes de nieve que, a la vez, podían trasladar casi treinta personas aparte del conductor y el copiloto.




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