Reynold odiaba los sacos. Le provocaban picazón y detestaba verse al espejo con uno de ellos, como un mono disfrazado para el espectáculo de un circo. Odiaba el circo. El prefería la simpleza del pantalón y la camisa; a veces agregaba una corbata lisa o de lunares, pero nunca un saco. Odiaba los sacos. Al menos así era años atrás, antes de que el invierno volviera para abrir las puertas de Twist City y se dedicara a someter a la ciudad a un clima gélido y castigador.
Mientras él y los rebeldes inspeccionaban los alrededores de la iglesia, como había ordenado Anastasia, Reynold llevaba no uno, sino dos sacos para protegerse del frío. Tenía una bufanda negra cubriendo su cuello y un gorro de lana, debajo del sombrero, para proteger sus orejas.
Se adentraron en el cementerio. Si había caníbales, estarían en el lugar más terrorífico. Caminaban en formación. Reynold iba en el centro, rodeado de Tom, Victoria, Edward, Todd y Doña Frijoles; la llamaban así por sus continúas flatulencias. No tenía ningún tipo vergüenza o control, incluso parecía agradarle el apodo. Reynold cargaba con un rifle francotirador. Por lo tanto, al frente o en la retaguardia, sería un blanco fácil. Mientras que, en esa posición, podía recorrer una amplia distancia con la mira y matar a cualquier objetivo antes de percatarse de su presencia, protegido por el muro de rebeldes.
Sin embargo, había otra razón.
Jack era el líder de la familia, nadie cuestionaba eso, aun así, los rebeldes también miraban a alguien más. Respetaban y seguían a Reynold. A pesar de ser uno de los más jóvenes, actuaban según sus decisiones y seguían sus órdenes. Él no sabía por qué. Nunca lo había pedido y tampoco creía merecerlo.
Elaboró algunas teorías sobre el tema.
Fue el único que no lloró la primera vez que asesinó a alguien. No tenía presentes cuantas personas eliminó desde que se unió a la familia Clover. No soñaba con esas muertes, no recordaba sus nombres y no le interesaba saberlos. Veían a Reynold como un asesino frío y táctico. Creían que, para él, completar la misión era lo importante más allá del costo. Para ellos, era el mejor alumno de Anastasia. El que más se parecía a ella. Pero se equivocaban.
Soñaba con la muerte y despertaba con la pérdida en su corazón. Todas las noches recordaba leer la noticia de su padre asesinado. Lo había visto por última vez cuando tuvieron que reconocer el cadáver junto con su madre. Verlo sin vida en esa camilla de metal, tapado con una sábana blanca, le hizo darse cuenta que hasta los héroes caen. El bien a veces es asesinado por la injusticia y la maldad en el alma del hombre. Reynold podía estar matando criaturas que comían carne humana, criaturas que mataron mujeres, hombres y niños, sin embargo, su padre murió por otra clase de monstruo. Aquel avaricioso y codicioso que se alimentaba del dinero. Del poder.
Por las mañanas veía a su madre. En el espejo, entrenando, sentada frente a él en la mesa. La veía de la misma forma que la vio por última vez: muerta. Era el fantasma de su culpa. Lo perseguía y lo atormentaba. Era la consecuencia por perseguir la venganza. Mientras mataba al corrupto asesino de su padre, ella moría muy cerca de él y no lo sabía. Sintió la dulce sangre de su enemigo en sus manos, que se transformó en amarga cuando lo supo. No pudo protegerla. Reynold la llevó a eso. Él quería vengar a Karl y Mary lo siguió para estar a su lado. Para apoyarlo en esa travesía, pues es el deber de una madre proteger a su hijo. Pero, ¿no es también el deber de un hijo proteger a su madre?
—Buen disparo —lo felicitó Doña Frijoles.
Había derribado a un caníbal que asomó la cabeza detrás de un árbol.
Reynold asintió en señal de agradecimiento.
—Tenían que esconderse todos en el cementerio, ¿verdad? —masculló Tom con disgusto, al tiempo que retiraba su cuchillo del cráneo de un caníbal.
Había aparecido detrás de una lápida. Tom le disparó, pero falló y la bala impactó contra la piedra provocando una nube de polvo. El caníbal aprovechó que lo ocultaba y atacó. Él fue más rápido. Aunque no podía negar la astucia de la criatura, propia de su instinto animal.
—¿Le tienes miedo a los muertos, niño? —se burló Victoria.
—Claro que sí. ¿A quién carajos le gusta pasear por el cementerio? —quiso saber. La respuesta no fue la que esperaba.
—¡¿En serio?! ¡¿Aquí, Doña?! —exclamaron todos al unísono.
—¿Qué? No es mi culpa que esté sensible de los intestinos.
—Hoy y todos los días —dijo Todd riendo.
—Atentos —anunció Edward.
A ese hombre apenas se lo veía sonreír.
Una pequeña horda de caníbales los estaba rodeando. Algunos aparecieron en los costados de la iglesia y, otros, de partes oscuras del cementerio y de debajo de la tierra.
—¿Lo ven? Sabía que pasaría esto. Malditos profanadores de tumbas —declaró Tom.
—¡Preparados para romper la formación! ¡A mi orden, divídanse y ataquen! —gritó Reynold para hacerse oír entre los ruidos repugnantes que hacían los caníbales con sus bocas.
—¡Sí, señor! —respondieron.
Lo llamaban señor a pesar de ser más joven que ellos. Suponía que la edad no tenía importancia en las luchas por la supervivencia.
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Editado: 05.06.2021