Emma Bennett
Las calles de Viena pasan rápidamente ante mis ojos mientras miro por la ventana, con la cabeza apoyada contra el vidrio frío.
Todo lo que veo parece sacado de una postal: edificios antiguos con detalles arquitectónicos intrincados, calles empedradas y gente bien vestida caminando por las aceras.
Sin embargo, mi mente está muy lejos de los encantos de la ciudad.
A mi derecha, Aiden está sumido en su teléfono, con una expresión tranquila, casi indiferente.
Lo miro de reojo, preguntándome en qué estará tan concentrado.
A veces me pregunto qué pasa por su mente cuando está tan silencioso, pero luego recuerdo que Aiden siempre es un misterio, incluso cuando habla.
Justo cuando empiezo a pensar que nunca dejará de mirar la pantalla, levanta la cabeza.
Rápidamente desvío la mirada al frente, viendo cómo el coche se detiene frente a una enorme casa.
Las puertas de metal, tan grandes como imponentes, empiezan a abrirse lentamente ante nosotros.
Mi corazón late con fuerza.
Cuando entramos, veo a Lucas esperándonos en la entrada.
Está parado con las manos en los bolsillos de su traje, su postura relajada pero atenta.
En cuanto Aiden baja del coche, lo sigo, intentando mantener la calma aunque mis piernas parezcan de gelatina.
Mientras varios hombres bajan nuestras maletas del coche, camino directamente hacia Lucas, quien me recibe con un abrazo cálido.
Por un segundo, me siento un poco más segura, pero la sensación se desvanece tan rápido como llegó.
—¿Estás lista? —me pregunta Lucas en voz baja, sus ojos buscando los míos con una mezcla de seriedad y ternura.
Miro las enormes puertas de la mansión, tragando saliva antes de mirarlo de nuevo.
Respiro hondo y asiento, aunque la verdad es que no estoy ni remotamente preparada para esto.
Dudo que alguna vez lo esté, pero sé que no puedo huir. No de algo así. No de ellos.
Lucas empuja suavemente las puertas y entramos en la casa.
Aiden avanza varios metros por delante de nosotros, caminando con una calma que me resulta casi irritante.
Lo veo moverse con tanta confianza que, de alguna manera, me contagia un poco de su serenidad.
O al menos, eso intento.
Lucas pasa su brazo por mis hombros y me susurra que me relaje.
Lo miro con escepticismo, a punto de soltar una carcajada.
—Me relajaría si pudiera —le respondo, intentando mantener un tono despreocupado, aunque mi voz traiciona el nerviosismo que siento.
—Te van a caer bien —dice Lucas, volteando los ojos, como si esa fuera la solución a todos mis problemas.
Entramos en la misma habitación a la que Aiden ha llegado un momento antes.
Lo encontramos quejándose, como de costumbre.
—Es que me ha quitado mi asiento —gruñe Aiden, refiriéndose al vuelo, mientras su mirada se clava en mí con fingida exasperación.
No puedo evitarlo; volteo los ojos y por primera vez le respondo con burla:
—Deja de ser tan exagerado, Aiden.
Aiden se voltea hacia mí, estrechando los ojos en mi dirección, como si quisiera decirme algo mordaz.
—Habla la más indicada —responde, su tono lleno de sarcasmo.
Lo miro con aburrimiento, pero antes de que pueda decir algo más, siento un toque sutil en mi brazo.
Lucas me está advirtiendo discretamente que no estamos solos.
Me vuelvo para ver a una mujer de unos cuarenta años, con el cabello oscuro perfectamente recogido y unos ojos que parecen analizar cada centímetro de mi ser.
A su lado, un hombre de la misma edad, de cabello gris y una postura imponente, nos observa con una mezcla de sorpresa y algo que no puedo identificar del todo.
Están de pie, mirándome como si hubieran visto un fantasma.
Siento un escalofrío recorrerme la espalda y, sin pensarlo, doy un paso hacia atrás, queriendo huir de esas miradas que parecen atravesarme.
Pero antes de que pueda moverme más, la mujer avanza hacia mí en silencio.
Sus ojos brillan con una mezcla de emociones mientras se detiene a un paso de mí, luego mira a Lucas con sorpresa.
—No parece la misma —dice la mujer, su voz suave pero firme.
Lucas asiente con una media sonrisa, mirándola a los ojos.
—No lo parece, pero lo es —responde con certeza.
Me siento como si estuviera en una obra de teatro, en la que todos conocen el guion menos yo.
No sé qué decir, así que solo me quedo allí, observando cómo los dos me miran como si intentaran reconciliar la imagen que tienen de mí con la persona que tienen delante.
El hombre se acerca a mí con pasos cautelosos, como si tuviera miedo de asustarme.
A medida que se acerca, noto una cicatriz en su brazo, cerca del codo.
Parece antigua, pero profunda, como si hubiera sido el resultado de una herida que dejó una marca permanente.
Sus ojos, de un tono azul profundo, se clavan en los míos, y por un momento siento que estoy viendo un reflejo de mí misma.
Es una sensación extraña, casi intimidante, pero no aparto la mirada.
Algo en sus ojos me es familiar, como si siempre hubiera sabido que existían, aunque no los hubiera visto nunca antes.
El hombre extiende una mano hacia mí, moviéndose con una suavidad que no esperaba.
Con delicadeza, aparta un mechón suelto de mi cabello detrás de mi oreja.
Luego, su mirada se centra en mi cuello, y lo veo sonreír de repente, una sonrisa que ilumina su rostro y hace que las líneas de preocupación se suavicen.
—¿Dónde has estado todos estos años? —me pregunta, su voz cargada de una emoción que apenas logra contener.
Antes de que pueda responder, me atrae hacia él y me envuelve en un abrazo que parece contener una vida entera de espera.
Estoy demasiado sorprendida para hacer algo más que quedarme quieta, pero finalmente levanto los brazos y le devuelvo el abrazo, aunque mi mente sigue en estado de shock.