Aidén Sullivan.
Después de dejar a Emma en el pasillo, me obligo a seguir caminando hacia la habitación donde estaban los demás.
Cada paso me aleja de ella, pero la maldita sensación en el pecho no se disipa.
¿Por qué tiene que ser así?
Todo sería más fácil si pudiera simplemente ignorarla como hago con todo lo demás, pero no, ella tiene que ser la única persona que consigue meterme en este estado.
Entro en la habitación y Aaron y Nathan están ahí, pero ni siquiera me importa lo que están haciendo.
Me dejo caer en una silla, tratando de concentrarme en cualquier cosa que no sea la sensación de sus labios sobre los míos o la forma en que me miró justo antes de que saliera corriendo.
—¿Qué te pasa ahora, amigo? —pregunta Nathan con su tono sarcástico habitual.
Es más joven, con el pelo corto y castaño, y una sonrisa que solo usa cuando quiere provocar a alguien.
Y normalmente, ese alguien soy yo.
Lo ignoro, mirando el espacio frente a mí como si en cualquier momento algo pudiera explotar allí.
Pero claro, Nathan no es de los que se rinde fácilmente.
—Déjalo en paz, Nate —interviene Aaron, aunque su tono tampoco ayuda. Se nota que está disfrutando de esto. —Nuestro querido líder está lidiando con asuntos más... personales.
—No me jodas, ¿en serio? ¿Tú? —Nathan se ríe, y puedo sentir su mirada fija en mí. —¿Y quién es la afortunada? Porque si es quien creo, tienes trabajo por delante. No parece fácil de convencer.
Les lanzo una mirada asesina que los hace callarse de inmediato, pero sé que ya es demasiado tarde.
Los dos intercambian una sonrisa cómplice que me dice que no van a dejarlo pasar.
Es irritante cómo disfrutan con la mínima insinuación de que tengo un punto débil, como si fuera algo gracioso en lugar de peligroso.
—Deberías relajarte un poco, Aiden —continúa Aaron, su tono ahora un poco más serio. —Si sigues así, vas a volverte loco. Y no queremos que el gran jefe pierda la cabeza por una chica, ¿verdad?
—No tienes ni idea de lo que hablas, Aaron —gruño, levantándome bruscamente. —Tú ocúpate de tu trabajo y deja de preocuparte por mí.
Camino hacia la puerta, sintiendo la tensión en cada músculo.
No quiero seguir en esta conversación. No quiero pensar en ella.
Pero justo cuando estoy a punto de salir, Nathan me suelta la última bomba.
—Cuidado con cómo la entrenas, Aiden. Si te relajas demasiado, podría darte una paliza.
El comentario me saca una sonrisa, aunque es más de frustración que de diversión.
No porque piense que Emma podría derrotarme—sé que no podría—pero la idea de que ella se convierta en alguien que pueda defenderse, alguien que no necesite a nadie más, me pica.
Me hace sentir algo que no sé cómo manejar, y eso es lo que me molesta.
No poder controlarlo.
No poder controlarla.
Definitivamente estoy enfermo.
Cierro la puerta tras de mí con más fuerza de la necesaria y camino de nuevo por el pasillo.
La casa es grande, pero me siento atrapado dentro de ella, especialmente sabiendo que Emma está en algún lugar cerca.
Mis pasos me llevan de vuelta al patio, donde me detengo, mirando al cielo como si pudiera encontrar respuestas allí.
¿Por qué demonios es tan complicado? ¿Qué me está haciendo?
¿Por qué no puedo quitármela de la cabeza?
Giro la cabeza y la veo.
Esa maldita mujer que logra que todo en mí se desmorone.
De pie, a unos metros, con esa expresión mezcla de anfado y confusión que me vuelve loco.
¿Por qué tiene que aparecer justo cuando intento despejar mi mente?
Aunque, si soy honesto, ella es la razón por la que mi mente no deja de dar vueltas desde hace días.
—No deberías estar aquí —le digo.
No deberías estar tan malditamente cerca de mí.
Ella me mira, y hay algo en sus ojos que no se descifrar.
Algo que hace que el aire a mi alrededor se sienta más denso, como si estuviéramos a punto de cruzar una línea de la que no podremos volver.
—Tampoco tú —responde, con esa voz desafiante que me saca de quicio y me atrae al mismo tiempo.
Intento encontrar las palabras, pero todo lo que he preparado en mi cabeza se desvanece.
No hay discursos, ni excusas, ni razones.
Solo ella, parada ahí, desafiándome con esos ojos grandes y esa actitud de no saber si correr o quedarse a ver qué pasa.
—Emma... —comienzo, pero, ¿qué puedo decirle?
Que esta volviéndome loco, que no puedo sacarla de mi cabeza, que el simple hecho de estar en la misma casa me esta desgarrando por dentro.
No, eso suena demasiado patético.
Y entonces, antes de que pueda seguir torturándome con mis pensamientos, ella me suelta la bomba.
—Si piensas besarme otra vez, hazlo ahora.
Me congelo.
¿Qué?
¿Acaso había escuchado bien?
Mi cerebro tarda un par de segundos en procesar lo que acaba de decir.
¿En serio acababa de retarme a besarla?
Vaya. Esta mujer sí que sabe cómo sacarme de quicio.
Y lo peor es que sabe que no me voy a resistir.
Sin pensarlo dos veces, cierro la distancia entre nosotros.
No voy a darle tiempo de retractarse, ni de pensarlo mejor.
Mis manos encuentran su rostro, y antes de que pueda cambiar de opinión, la beso.
Pero esta vez no es un beso para callarla, ni para probar un punto.
Es un beso para dejar claro que, al menos en esto, no vamos a dar marcha atrás.
Sus labios son suaves, y me pierdo en ellos, en el calor de su piel, en la forma en que se amolda a mí como si hubiera estado hecha para esto.
Para nosotros.
Cuando finalmente me separo, estamos ambos sin aliento, pero por primera vez en días, mi cabeza esta clara.
—Vamos a entrenar mañana —digo, porque se que necesito una excusa para mantenerla cerca, aunque sea por algo tan básico como eso.