Reina Efímera

¿Nos iremos?

―No, debe sujetarlo de este modo. 

Me rasqué la cabeza a punto de querer lanzarle un rayo. El sol entre gruesas nubes anunciaba que su luz pronto nos daría en la cara.

―Es imposible que pueda.

―Nadie tan obstinada como usted, que mérito tan grande debería recibir en favor de tan inconmensurable poder.

Mi irritación se paralizó. Una vez más hablaba como si me tratara de siempre. Desvió la mirada. Ya se me había vuelto hábito ver esa mirada fruncida por su ceño.

Sujeté con cuidado el cabo, mientras Jon hacía por colocar una especie de amarre en la orilla para poder arreglarla, era un viejo zapapico, al menos eso me había dicho él. Por primera vez había visto uno en mi vida. Lo sujeté cuidadosamente, me había inclinado, de modo que cuando él subió las manos para tocar el cabo, terminó acariciando mis manos. Sus manos frías rozando las mías, me causaron una sensación intensa y placentera que se disipó en todo mi cuerpo hasta llegar a mi nuca. Ambos estábamos paralizados frente a frente.

―Ya está.

Con rapidez apartó sus manos, pude ver en sus ojos imperturbables un destello ratificando lo que yo, fue fugaz, pero lo vi. Inclinó la mirada y una vez más volvió a su aplomo.

― ¡Jon, lo dejó de maravilla! ― Exclamó Inés con encomio, yendo hacia él.

Suavizó el semblante haciendo un gesto amable al mirarla. Lo abrazó de una forma que me produjo cierta hostilidad.

Decidí no mirarles e ir mejor a lavarme las manos para ayudar en la cocina. Me aparté de modo que no fuera tan evidente mi incomodidad.

Alguien llamó a la puerta, Doña Marcela se asomó desde la entrada del pasillo, al mirarme dejó de su rostro el gesto preocupado.

― ¿Ana, podrías ver quien toca? Si voy, no quedará algo sin quemarse para comer.

Sonreí amablemente.

―Por favor descuide, iré.

A toda prisa me dirigí a la puerta. Una chica rubia no muy alta, de ojos grandes y castaños como los míos, apareció en la entrada, parecía contrariada al fijar su atención en mí.

―Perdón. Creo que me equivoqué, pero podría jurar que Inés vivía aquí, o ¿acaso ya tienen moza?

Atemperé el disgusto que brotó, pero no pude evitar un ceño fruncido. Sentí un fuerte empujón justo cuando iba a responder.

―Lis. ¡Qué gusto! Pasa, pasa. ―Saludó Inés ignorándome, mientras sus labios mostraban un gesto de agrado.

La jovencita le sonrió con júbilo. Tomadas de la mano se dirigieron al interior de la casa. Cerré la puerta conteniendo lo mejor que pude la actitud irrespetuosa de Inés. Me di la vuelta evitando verles, pero desde el umbral del otro lado, Jon se apareció.

Las dos que se habían acomodado sobre unas sillas; cerca de la puerta de la entrada de la casa, se pusieron de pie al notar su presencia.

―Ana acompáñeme, por favor.

Su voz manifestaba cierta amabilidad, quizá una más destacada a la que estaba acostumbrada. Me asombró grandemente que se dirigiera de ese modo a mí.

―Inés, pensé que eran habladurías, pero sí, tu hermano está con ustedes.

Inés mostró ancha satisfacción en sus gestos sincopados, mientras me encaminaba a él aún atolondrada.

―Sí ahora está con nosotros.

Jon rindió una reverencia amable sin agregar nada más a lo dicho por Inés en cuanto estuve junto a él.

― Y ¿ella? ¿Quién es?...

Claramente escuché la voz de esa chica rubia indagar sobre mí; Jon iba a mi lado yendo por el estrecho pasillo.

Llegamos a la cocina y sobre la mesa, Doña Marcela nos tenía servida la comida. Tomé asiento al lado de Jon, restregándome las manos en el delantal. Comimos sin decir nada ninguno de los tres. Nadie más se apareció en la cocina; no fui capaz de cuestionárselo a Jon, principalmente porque me sentía a gusto. 

Todo transcurrió con normalidad, Jon no me permitió que me alejará de él durante gran parte de la mañana y toda la tarde, lo cual fue inesperadísimo. Mientras hacíamos muchas tareas uno al lado del otro no sentí el tiempo pasar. Casi al atardecer, esa chica se marchó. Lo supe en cuanto Joaquín nos halló en la granja y se lo preguntó a Jon.

No comprendí como pudo respondérselo con tanta convicción, si no se apartó de mí en ningún momento. Para no quedarme con la locura apoderándose de mi percepción, deduje que posiblemente lo respondió así porque había anochecido.

Volvimos a la habitación después de cenar. Constantemente se aseguraba que comiera bien.

Habían pasado varias semanas desde que habíamos llegado por vez primera a casa de Doña Marcela, y una desde que Jon me había permitido dar un paseo en su caballo negro; cuando conocí la extensa arboleda que colindaba con el otro lado de la barda.

―Es prudente que continuemos con nuestro viaje. Lo haremos a más tardar en dos días.

Se encontraba de espaldas componiendo algo en su gabán que se hallaba sobre la mesa. Se volvió a mí con esa seriedad habitual al ponérselo.




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