Reina Efímera

Asesino

Dócilmente el caballo mantenía un ritmo constante yendo entre el bosque. Mi mente seguía trayéndome lo ocurrido, desconcertada lo recordaba moverse en la oscuridad; lo hacía sin dificultad como si fuera una de las muchas sombras que se esconden en las penumbras.

En contra de mi voluntad, me provocaba estremecimientos no sentirlo respirar ni una sola vez, ni percibir el latido de su corazón al estar tan cerca mi espalda de su pecho. Ante el desconcierto y la confusión: renacía una profunda desconfianza, pero mi razón se oponía a que me lanzara del caballo al reconocer que sin importar la manera que fuese me había librado del peligro. El deseo de indagar sobre mis incertidumbres, ganó, sobre todo.

—¿Jon cómo es posible que aún esté con vida?

No respondió nada, me ignoró completamente. Esperé un rato y lo único que se apreciaba era su absoluto silencio.

—Jon, ¿qué ocurrió???

La desesperación y enfado fluyeron en casi un reproche.

—¿Para qué necesita saber?? —Respondió con severidad.

—Me dejó desamparada. ¿Tiene idea de lo que llegué a pensar? Como un fantasma aparece de nuevo, sólo por eso.

—No podía llegar, no, si estaba junto a ellos. 

Ya mi descernimiento estaba oscurecido, pero logró enredar lo poco que intentaba comprender.

—¿Ellos? ¿Qué significa eso? Creí que los apreciaba. 

Doblé el cuello para verle.

—Creo que su capacidad de entender es mínima como siempre.

La fuerza aversiva de su respuesta, me agredió. Mi corazón se agitó de irritabilidad, casi como si me hubiera acomodado un golpe justo a la cara.

— ¡Como se atreve! ¿Por qué siempre termina comportándose así? ¿Acaso disfruta esclarecer la barbarie de su hombría? O ¿Es tan vulgar para ser grosero como nadie?

Mi exclamación salió ahogada, como si estuviera herida y en sufrimiento.

—No, ninguna de ambas. Se le dificulta de sobremanera comprender lo que es evidente por sí misma, tanto que necesita forzosamente que alguien se lo esté aclarando todo el tiempo.

Contuve el aliento, profundamente ofendida.

—Estoy hastiada, cansada de perder todo aquello que realmente me complace o me llena de felicidad. Sabe Jon, deténgase.

Sufrí como nunca en mi vida al imaginarlo con un pie en la tumba. ¿Para qué? Una tortura sin sentido. Deseé con todas mis fuerzas continuar por cuenta propia. Me sentía insultada y decepcionada, apreté los labios conteniendo el furor que pedía arder.

—Princesa, no necesita perder sus modales.

Tomé aliento para hablar sin mostrar mis ojos, sus esquinas ya contenían lágrimas.

—Aquí me quedo, nuestro viaje se acabó.

El hondo resentimiento se dejó entrever en mi frase oscilante. Bruscamente me desmonté del caballo, avancé al frente dándole la espalda. Ante el escarnio mi costumbre: actuar primero, razonar luego. Con pasos largos pretendía alejarme.

—Su padre, es un hombre honorable, pero veo que usted es una niña consentida que solamente sabe dar por sentado lo que le dictan sus caprichos.

Me quedé sin aliento. Me di la vuelta con toda esa mezcla de emociones aviesas alzándose y turbándome violentamente.

—¡Váyase al diablo! 

Y al infierno también, me faltó agregar.

¡Con que facilidad y gracia movía mis emociones y mi razón de un lado al otro! Instantes antes, encontrarlo había sido el cielo.

Acalorada y enfadada como nunca antes, anhelé confrontarlo y provocar su ira, pero a diferencia obtuve de él una sonrisa, una que detallaba satisfacción.

—¡Vaya! ¡Vaya!  ¡Un vocabulario muy apropiado para una dama de su categoría!

¡Cuán lejos estaba de irritarlo! Con una frase mal intencionada me puso los pelos de punta. Comprendiendo el contexto evidente de semejante frase, sin pensarlo tomé del suelo varias piedras y comencé a lanzárselas una a una con la mira que se le estrellaran en la cara o en los ojos.

—Grosero, patán, necio…

Se desmontó con tranquilidad, esquivando fácilmente las piedras que a su alrededor volaban. Mi mala puntería colaboró lo suficiente. No le atiné ni con una sola.

Se dirigió a mí, sin dejar de esbozar de sus labios una ancha sonrisa. Alzó ambas manos al aire.

—¡De acuerdo! No quise incomodarla, Princesa.

Había un cierto deje de sincera disculpa en su voz. Lo vi de pies a cabeza, furibunda.

Probablemente mandarlo al diablo no había sido tan apropiado al final y al cabo. Dudé en cuanto los rayos del sol tocaron su rostro. Todo a mi alrededor se veía claramente, en mi hondo desconcierto y enfado no había notado que ya había amanecido. 

Me quedé callada, percibiendo que la intensa llamarada de rabia descendía, aunque mi pecho seguía brincando al compás de mi agitada respiración. 

—Vea, es verdad, aprecio mucho a Joaquín y a Inés, pero la razón que me hizo llegar a ellos no es el aprecio que siento, sino el trato que hice con su padre. Si me hubiera aparecido ante ellos me habrían hecho miles de cuestionamientos como usted hace y mi cometido es salvaguardar su vida y no puedo traerlos conmigo sin que ignoren mi cometido con usted. Así que, en resumidas cuentas, no puedo. Espero que esto aclare su molestia.




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