Abrí los ojos, sin tener en cuenta nada. Apreciaba la amplitud del inmenso cielo, el glorioso tono celeste claro y algunos nubarrones en su extensa perspectiva.
Mi cabeza descansaba cómodamente, me hallaba boca arriba, mientras espontáneamente avanzaba. Moví mi cabeza y admiré su fuerte pecho cerca de mi cara. Alcé la mirada encontrándome con su mandíbula apretada, mantenía su atención al frente.
Por la manera de ir tan bien acomodada sobre un caballo en marcha, evidentemente Jon me abrazaba, sosteniéndome. Aunque no pude dejar mi desconcierto, dudé de moverme.
—¿Cómo se siente?
—Mejor, Jon.
Despacio volví a sentarme. Hasta entonces sus brazos me soltaron. —Lamento mucho que haya presenciado un acto como ese. Sé que la primera vez se trastorna la mente y la conciencia. No tuve mucha opción, he evitado que vea algo así todo el tiempo.
Lo vislumbraba estupefacta. ¿Se disculpaba por mis impresiones? Me encantó darme cuenta que no obviaba su mirada de mí. Retomé palabra, encubriendo mi pasmo.
—No sé cómo pasó, es decir, no creí que hubiera personas rondando en el bosque y menos que fueran a atacarme.
—¿No la lastimaron?
Apretó los labios, estrechando la mirada. Pude notar cierta ira contenida en su pregunta.
—No, Jon, creo que llegó en el momento justo.
Suavizó el semblante, liberando el implacable gesto de su mirada.
—Me alegra.
Una suave sonrisa brotó de sus labios. Me alegró notar que esa seriedad impenetrable se disolvía, aunque sea un poquito. Le echó una ojeada a mis hombros.
—Tuve que ponérselo, olvidó vestirse.
Me di cuenta que algo me abrigaba, su capa estaba cubriéndome. No lo noté hasta que lo dijo.
—Nos detendremos aquí, supongo que tiene hambre.
No pude responderle, sinceramente no supe que decir. El caballo corrió velozmente por la pradera, su llanura perfecta robaba la vista. Algunas colinas se imponían, aunque no muy empinadas a la distancia. Su suelo radicalmente distaba con el difícil transitar de los anteriores bosques espesos.
El caballo detuvo su marcha al pie de un alto cipariso. Jon se desmontó, buscó en las bolsas de cuero adjuntas a la silla de montar del caballo y pasó a mis manos un vestido.
— Vístase, por favor —Ordenó amablemente.
Se lo recibí. Me ayudó asirme del potro. Me lo coloqué lo más a prisa que pude. El caballo quedó en medio de ambos, lo cual me ayudó para no sentirme tan nerviosa al ponérmelo.
Coloqué la capa sobre el lomo del potro. Me aproximé a él, y al mirarme me entregó varios frutos.
—Gracias Jon, pero estoy bien.
—Es necesario que se alimente, nuestro camino aún es largo, debe comer.
Los sostuve sin poder negarme. Su repentina amabilidad me cohibía irónicamente.
Quizá trataba de distraerme del suceso en el arroyo. Apoyó su espalda contra la corteza del grueso tronco, su mirada se mantenía al frente, fijada en la inmensidad del tono verde que limitaba con el precioso horizonte. Parecía más relajado, aunque pensativo.
No quise romper la tranquilidad que él apreciaba. Me senté sobre el follaje colocando los frutos en mi regazo. Jugueteé con ellos, recordando el nombre, pero antes que siguiera en esas, no pude apartar de mi mente la imagen pura de un guerrero a mi lado. Comprendí por fin la razón de mi padre al elegirlo para protegerme. Alcé la mirada y él me veía a los ojos, me ruboricé y preferí hablar.
—Jon, ¿qué son estos frutos, como se llaman?
Echó un vistazo a mi regazo, se volvió a mí denotando su escepticismo ante mi pregunta.
—Su padre dijo que nunca se negaría a comerlas, eran sus favoritas de niña, son manzanas.
Sonreí apenada.
—Sí es cierto, me gustan mucho.
Una suave sonrisa se dibujó en sus labios. Sí las veía muchas veces en los festines de comida de mi padre, pero de adulta prefería las tartas o la carne de pollo. Claro que las conocía, pero tenía que encontrar de qué hablar.
—Usted trabaja para la guardia, ¿verdad? —Pregunté, sabiendo de la obviedad en cuanto contestara. Me alentó su buen ánimo para contestarme.
Inclinó la mirada y luego me vio fijamente.
—Sí, algo así.
Me resultó lo más lógico, tuvo sentido por fin. Nunca le puse atención a la guardia, ni a los custodios. Le di un mordisco grande a la manzana más grande que agarré, cuando terminé de tragar, recordé la comida, y por ende a Doña Marcela, me estremecí al recordarla; fue inevitable sentirme tan triste.
—De corazón, lamento mucho la pérdida de Doña Marcela, mi más sentido pésame.
—Se lo agradezco, Princesa, pero es la suerte natural de todo ser vivo.
La imperturbabilidad parecía ser una descripción de los talentos de Jon. Aunque su mirada detalló gratitud, no supe asimilar la profunda resignación y lo sabio de sobrellevarlo así. No cabe duda que lo único que irrevocablemente les pertenece a los vivos es la muerte.
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Editado: 22.07.2021