Reina Efímera

El día menos esperado

—Hija despierte, o se nos hará tarde. 

—Tengo mucho sueño…

Había tenido una noche muy mala, me había movido como nunca de un lado al otro; y cada vez que lo hacía, eso provocaba que me despertara y me diera cuenta que al amanecer aguardaba el día menos esperado.

—Mi niña, debe darse prisa. 

—Bien Sarbelia, pero un momento más o uno menos no hará diferencia. Nada evitará ese condenado matrimonio.

Mentiría si dijera que mis pensamientos no se elevaron a Jon en más de una ocasión cuando no podía dormir.

Recordar ese rostro, sabiendo que nunca más podría verlo ante mí, me hacía sentir torturada. Varias veces, mi mente se sumía en aquella posibilidad de haber aceptado su proposición en el campamento de Carmina. ¿Me habría devuelto igual a mi padre? O ¿Quizá me habría raptado, pero ésta vez para estar juntos por siempre? Me habría conformado a lo que fuera con tal de no volver.

—Hija, en verdad debe levantarse ya, hay mucho que hacer— Su voz parecía atormentada.

Aún estaba tendida sobre la cama, con los ojos cerrados. Me recliné, sobándome la cara. Quería dormir, pero en realidad me di cuenta que seguía siendo mi alma quien buscaba un descanso. Al Sarbelia notar que mi espíritu parecía estar como en otro lugar, se sentó sobre la cama.

—No pudo dormir bien mi niña, pasó toda la noche moviéndose. Sé que está cansada, pero tal como usted dijo nada evitará su matrimonio con el joven Esteban. A mal paso darle prisa.

La tristeza brotó desde mi alma. Sarbelia se asomó a la entrada y al abrir la puerta muchas de las mozas ingresaron. Se inclinaron con gran reverencia; les sonreí de la mejor forma que pude.

Sarbelia dio mil explicaciones, hasta entonces todas comenzaron hacer diferentes labores en varios grupos, unas dándome de desayunar mientras otras me peinaban, unas más me ayudaban a vestirme; en fin, me encontraba petrificada mientras ellas hacían mil cosas. 

No pasó mucho para que me dejaran lista y todas pusieran en sus caras gestos amables y ojitos admirados al verme. Me ayudaron a ponerme de pie, y me dejaron ante el espejo de mi habitación que no era tan ancho como el que estaba en el fino dormitorio de la Costa Este.

Me quedé maravillada al contemplar mi apariencia en el espejo, tenía un peinado que recogía todo mi cabello castaño, mi piel se veía como la porcelana y mis ojos más grandes de lo habitual, su color bronce líquido resaltaban. El vestido enmarcaba mi busto, el cual se veía bien, el cinto cruzaba mi cintura y por debajo el vestido ancho. La elaborada tela de seda con pequeños detalles bordados de flores sobresalía en color blanco.

Dudaba que fuera yo quien se reflejaba en el espejo. Siempre me veía delgada, pero con ese vestido parecía otra.

Respiré profundamente, al verme al espejo recayó sobre mí el peso de la verdad y mi realidad. Jamás volvería a ser la chica que Jon había rescatado, sentía un dolor inenarrable, no podía huir a mi destino, ni a mis deberes. En breve sería una señora casada.

Sarbelia me dio un ramo de flores blancas.

—Mi niña está lista.

Mis ojos estaban cristalizados, evitaba llorar.

—Muchas gracias a todas, deséenme suerte, porque la necesitaré.

Todas, parecían entristecidas ante mis palabras. No parecía una novia feliz, mi rostro y mi mirada delataban toda la mortificación al respecto. Todas mostraron una reverencia, ayudándome a sostener una cola no muy larga que sobresalía de la parte trasera del vestido. Sarbelia me ayudó a salir de la habitación, en la puerta me esperaban varios escoltas bien armados. Al verlos, no pude evitar pedirles lo evidente.

—Hola, serían tan amables de mover la babera, quiero ver sus rostros.

Quedaron absortos ante mi petición, pero obedecieron. Al verlos corroboré que ninguno de los dos asistiría a la boda.

—Muchas gracias, son muy amables, agradezco su servicio en este día —Incliné el rostro, y Sarbelia me tomó de las manos para seguir con mi camino. 

Mis pensamientos se desataron como una confesión, una que no tenía derecho para expresar, excepto para sí misma.

Tragué una bocanada de aire, sin poder contener mi profunda tristeza. Muy ansiosamente deseaba que la boda fuera interrumpida.

En poco llegamos a la barbacana, me esperaba un carruaje blanco, adornado preciosamente.

Galimatías había sido elegido como uno de los caballos que llevaría el carruaje. Corrí hacia él, olvidando que muchas sostenían mi vestido. Fue imposible derramar varias lágrimas al verlo. Él, la única evidencia que tenía de haber compartido con dos magos, dos guerreros. Lo acaricié mientras él me veía fijamente.

—Galimatías, estás aquí. Me duele perder mi libertad, no entiendo porque Jon no está, me asusta ser una mujer casada. Estoy marchando en sentido inverso a lo que sería mi cielo, mi paraíso. Galimatías he sentido su manera de verme cada noche. ¡Qué absurdo es! Deseo que vuelva y que evite esta locura. Galimatías es imposible desistir de este amor obstinado que no se fija en reconvenciones.

Galimatías relinchaba, parecía comprender mi sentir. Tuve que volver en sí al recordar que algunas de las mozas estaban detrás de mí. Lo abracé una vez más y al alzar la vista Sarbelia me veía acongojada, derramando muchas lágrimas. Me aparté mientras me abrazaba consolándome. Me ayudó a treparme en el carruaje, dentro íbamos las dos, y nos seguían muchos soldados a caballo.




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