El Eco del Poder
"𝓛𝓪 𝓿𝓮𝓷𝓰𝓪𝓷𝔃𝓪 𝓮𝓼 𝓾𝓷 𝓯𝓾𝓮𝓰𝓸 𝓺𝓾𝓮 𝓪𝓻𝓭𝓮 𝓮𝓷 𝓵𝓪 𝓸𝓼𝓬𝓾𝓻𝓲𝓭𝓪𝓭, 𝓹𝓮𝓻𝓸 𝓮𝓵 𝓹𝓸𝓭𝓮𝓻 𝓮𝓼 𝓾𝓷𝓪 𝓵𝓵𝓪𝓶𝓪 𝓺𝓾𝓮 𝓬𝓸𝓷𝓼𝓾𝓶𝓮 𝓬𝓸𝓷 𝓹𝓪𝓬𝓲𝓮𝓷𝓬𝓲𝓪."
El sonido de los pasos apresurados resonaba por los pasillos del castillo, dirigiéndose al gran salón real.
Cuatro guardias reales, dos a cada lado de las puertas del salón, permanecían rectos y firmes. Escucharon los pasos del asistente de la princesa Mayrinhy, y al verlo acercarse, los dos al frente le bloquearon el paso mientras los dos de atrás alzaban sus lanzas apuntando hacia él.
-Necesito hablar con mi princesa. Es un asunto real.-dijo el asistente, con urgencia en su voz.
-Lo sentimos, pero no puede pasar-dijo uno de los guardias.
-No hasta que su Majestad, la Reina, termine la audiencia real-interrumpió el ergente, el guardia real segundo al mando de la protección de la reina.
-Esto es urgente, tengo que pasar-insistió el asistente, empujando a los guardias y propinándoles unos golpes en los pies, creando un alboroto en el pasillo y colmando poco a poco la paciencia del ergente.
-Bien, déjenlo pasar-ordenó el ergente con voz firme-. Veamos cómo le va con su Majestad.-terminó diciendo con un tono de fastidio.
Los guardias abrieron lentamente el paso hacia el salón, permitiendo que el asistente avanzara. Sin esperar más, él empujó a los guardias y abrió las grandes puertas del salón real de una patada.
Al cruzar el umbral, su prisa se desvaneció como si el tiempo se hubiese detenido. Lo primero que captó su atención fue el techo: un techo que, por más que lo intentara imaginar, jamás podría alcanzar. Tan grande, tan enorme, tan brillante y, al mismo tiempo, oscuro. Era bellísimo. Con razón era llamado el Gran Salón de los Reyes; un lugar digno para un monarca. Al fondo, justo en el centro y en lo alto, estaba el trono. Allí, sentada con majestuosidad, se encontraba la reina, rodeada de gradas con una alfombra roja adornada con un hermoso hilado dorado. Alrededor, candelabros de oro arrojaban una luz cálida y solemne.
En el centro del gran salón estaba la princesa Mayrinhy, que miraba con preocupación a su asistente, buscando una explicación para su acción.
El sonido de las ballestas apuntando directamente al asistente interrumpió la escena. La tensión fue detenida por la reina, que con un rostro que no mostraba sentimiento alguno miraba fijamente a Mayrinhy. Con un leve movimiento de su dedo índice hacia arriba, la reina ordenó que bajaran las armas. A su lado, el Argente permanecía de pie, con la espalda recta y una postura impecable. Sus manos estaban cruzadas detrás de su cintura, transmitiendo autoridad. Su mirada seguía fija al frente, reflejando concentración.
El silencio pesaba en el aire, mientras los presentes esperaban las palabras de la reina.
El vestido de la reina parecía sacado de un cuento de hadas, una obra maestra de la alta costura que deslumbraba con cada destello de luz. Estaba confeccionado en un satén plateado que fluía como un río de estrellas, acariciando el suelo con una majestuosa cola que parecía no tener fin. Bordados intrincados de hilos plateados y pedrería relucían como constelaciones, dibujando patrones que evocaban la delicadeza de las ramas de invierno bajo la luz de la luna.
El escote en la espalda, profundo y en forma de "V", revelaba con elegancia la piel pálida de la protagonista, mientras las mangas cortas, adornadas con destellos plateados, dejaban entrever la fragilidad de unos hombros perfectamente esculpidos. Una capa de tul translúcido, adornada con los mismos destellos brillantes, caía en cascada desde su delicado recogido, formando un velo que flotaba etéreamente con cada paso.
Con una grácia que parecía irreal, la reina se levantó de su trono. Sus movimientos eran pausados, pero cada uno de ellos exudaba autoridad y elegancia. Descendió lentamente por las gradas del trono, pisando la alfombra roja con una firmeza silenciosa. La cola de su vestido plateado se deslizaba tras ella como un río que reflejaba la luz de los candelabros, acompañándola en su avance.
Los candelabros antiguos que iluminaban el gran salón reflejaban destellos en las incrustaciones de pedrería de su vestido, creando un efecto que hacía parecer que la reina estuviera envuelta en un halo de estrellas. Cada paso resonaba en el salón, callando a cualquiera , y su presencia imponía un silencio reverente. Al llegar al último escalón, sus ojos, llenos de frialdad y determinación, se posaron en el asistente, quien apenas podía sostenerle la mirada.
-Nadie puede entrar sin mi autorizacion.-dijo con voz firme- Debe ser importante para arriesgar su vida. Habla.-declaron y con un movimiendo devilmente de su dedo indice todas las ballestas se volvieron hacia ellos.
En sus manos, los guantes blancos de satén acentuaban la delicadeza de sus dedos, pero también la fuerza latente en ellos. La reina se detuvo frente al asistente, con la luz de los candelabros dibujando sombras que realzaban la severidad de sus rasgos. Era más que una mujer; era la encarnación del poder y el misterio.
- Su majestad... - dijo, intentando encontrar las palabras adecuadas. - Su padre... El rey...ha caído en batalla
-¿Cómo ocurrió? ¿ De quién fue la orden de avanzar?
Antes de que el asistente pudiera responder, una voz cortante rompió el aire.
-Mia- Dijo la joven reina terminando de subir para poder sentarse nuevamente en el trono.
Con las piernas cruzadas y los brazos colocados a los costados del del trono
-¿Por qué hiciste eso?- pregunto con enojo
La reina dejo escapar una pequeña risa burlona antes de reponer:
- Tú padre, ese tirano, no tuvo la decencia de venir en persona para negociar la paz. Quiso enviarme una orden para que me rindiera. ¿Qué clase de reina cree que soy?
La princesa apretó los puños, temblando de ira.
-¡Mi padre no era un tirano! ¡Era un rey justo!- Espeto, avanzando unos pasos.
Editado: 21.01.2025